Si bien es cierto que la Revolución Verde logró grandes excedentes de granos tal y como en un principio había prometido, relativamente pronto se evidenció que tenía efectos contraproducentes severos. En poco más de una década, afirman Peter Rosset, Joseph Collins y Frances Moore en su artículo “Lessons from the Green Revolution, do we need new technology to end hunger?”, que debido al uso intensivo de agroquímicos tóxicos, los suelos empezaron a exhibir un deterioro irreversible, dejando a una buena parte de la tierra agrícola inservible.
Sin embargo, de igual o mayor importancia fue el impacto en la vida y organización del trabajo en el campo. C. Wright Mills, en su libro, “White Collar”, de 1968 (2da ed.), relata la gran transformación que sobrevino al campo estadounidense, forzando a millones de farmers norteamericanos a migrar a las urbes, engrosar las filas de los empleados, así como desempleados, y a poblar las villas miseria. Gracias a la Revolución Mexicana con la redistribución de las tierras en ejidos, en México este proceso no se ha consolidado del todo. Con las modificaciones al Artículo 27 y las iniciativas de pasados gobiernos neoliberales por impulsar la producción capitalista de monocultivo a gran escala, los vientos de la segunda Revolución Verde, la biotecnológica, ya se hacen sentir. Los y las productoras mexicanas a pequeña escala pueden estar enfrentándose a un proceso similar al del vecino del norte, principalmente porque la naturaleza del capital es eliminar toda competencia. Con infinitamente menos recursos que las transnacionales, las comunidades campesinas enfrentan serias amenazas. Sólo para mantener la misma tasa de ganancia, el capital debe continuamente incrementar la producción y las ventas, lo cual significa cada vez mayores espacios de cultivo, hasta su saturación.
El gran problema de la incursión de las empresas capitalistas y sus procesos en la producción alimentaria en el campo es que el capital obliga a perder toda sensibilidad humanística. Las cinco o seis empresas químicas involucradas en biotecnología proyectan, porque el capital dicta que así sea, capturar la totalidad de la producción de granos mexicanos, incluyendo importantemente el maíz, base de la alimentación y la cultura mexicana y de la riqueza de su cocina, hoy en día declarada patrimonio cultural de la humanidad. Lo que vendría a continuación no es difícil de prever. En los Estados Unidos, afirman los mismos autores citados arriba, desde el final de la Segunda Guerra Mundial el número de fincas disminuyó en dos tercios, mientras que el tamaño promedio de éstas se duplicó. Son las hoy llamadas superfincas (superfarms).
Según cifras de 2018 de la FAO, en México existen alrededor de 46 millones de campesinos y campesinas con producción de pequeña escala, que dependen de la economía del campo, muchos de los cuales se verán necesariamente desplazados de su actividad primordial, la milpa, pues, o no podrán competir en precio con el maíz de monocultivo en grandes áreas, de producción en masa y necesariamente más barato, o sus cultivos se verán contaminados por la fertilización espontánea de plantíos aledaños.
Lo anterior puede traer no sólo consecuencias legales negativas ante las empresas cuyas semillas son patentadas. Se ha sabido de empresas en Estados Unidos que han demandado a agricultores independientes por haber encontrado entre sus cosechas plantas que provenían de la semilla patentada, aun cuando esto haya sucedido por fertilización aérea no intencionada. Un peligro mayor es que sus variedades nativas pueden verse afectadas, cambiando sus características, por la cruza con la variedad blindada transgénica. Como en los Estados Unidos, las y los campesinos, herederos y herederas, poseedores y poseedoras del conocimiento milenario de sus ancestros mesoamericanos, el cual encarnan en sí mismos y manifiestan cada vez que cultivan y cosechan el grano, invariablemente se verán forzados a emigrar, todavía con más intensidad, a las ya superpobladas urbes y al extranjero. Son ellos y ellas quienes han dado origen a las ricas variedades de maíz existentes, a sus más de 60 razas nativas y cientos de variedades.
Hoy en día, las grandes transnacionales, apropiándose de la gran ciencia al financiarla, se declaran propietarias absolutas de ese conocimiento, y exigen compensación a esos mismos campesinos y campesinas, cuando debían retribuirles regalías. Fue precisamente por el libre intercambio de semillas a través de los milenios, que el maíz nativo ha obtenido su gran diversidad.
El gobierno de la presente administración mexicana ha dado señales de querer desandar el camino, como lo muestra el Decreto Presidencial de prohibir gradualmente el glifosato. Es necesario, sin embargo, reforzar el importantísimo papel que juegan las comunidades campesinas, que siguen resistiendo las presiones de cambio de patrón tecnológico y continúan sembrando milpa, y también el de la sociedad civil que lleva a cabo acciones como la demanda colectiva contra el maíz transgénico. Ambos grupos representan un gran aliciente y cobran así mucha mayor relevancia, pues, cuando el país despierte al albor de una nueva administración, el capital seguirá allí. •