Desde el punto de vista jurídico, los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales (DESCA) son universales y están transversalizados -como cualquier otro derecho- por el principio de igualdad. Eso significa que todas las personas, sin importar su origen étnico, edad, clase social, etc., son titulares de todos ellos. Tanto la Constitución como los tratados internacionales establecen que cualquier persona, o colectivo, puede exigir su respeto, protección y garantía. Sin embargo, desde un punto de vista histórico, la universalización de estos derechos es, en términos amplios, resultado de los procesos de organización y lucha de los sectores más desaventajados de la sociedad: de las mujeres trabajadoras, obligadas desde la Revolución Industrial a emprender jornadas de 16 horas, sin seguridad social y salario suficiente; de los campesinos desposeídos de sus bienes comunes, e imposibilitados social y económicamente para recuperarlos bajo las lógicas de la propiedad privada y el mercado. Por ello, en la historia del constitucionalismo, los DESCA son una de las manifestaciones jurídicas más evidentes de la tensión conflictiva entre élites económicas y mayorías empobrecidas. Dicha tensión, incluye que en determinados momentos y latitudes estos derechos han sido utilizados como herramientas clientelares y de control social.
Después de la Segunda Guerra, el modelo del Estado Social y Democrático de Derecho se extendió por el mundo, incorporando los DESCA en la mayoría de las constituciones. Se trata de la expresión jurídica de un nuevo pacto constitucional entre capital y trabajo, a través del cual se intentó compensar la desigualdad socioeconómica provocada por las lógicas de acumulación que generó el mercado desregulado durante el siglo XIX. Sin embargo, setenta años después de aquel esfuerzo global constitucional, muchas de las tensiones entre capital y trabajo vuelven a estar más presentes que nunca. Los últimos treinta años de recortes a políticas sociales, desregulación de sectores estratégicos de la economía y privatización de bienes comunes y servicios, han sido clave para que en el 2017 el 82% del dinero generado en el mundo acabara en las cuentas bancarias del 1% de la población (OXFAM).
Además, al conflicto tradicional capital/trabajo, hoy hay que agregar el de capital/naturaleza. A los procesos de explotación y despojo tradicionales (and reloaded), se suman los de la apropiación y destrucción acelerada de nuestros bienes comunes (bosques, tierras, agua, semillas). La combinación de la globalización de los mercados, el fortalecimiento de las élites y el avance acelerado de las tecnologías, están permitiendo, como nunca, la territorialización del capital, incluso en campos antes no incursionados. La apuesta tecnológica por los organismos genéticamente modificados (OGMs), que es indisociable del uso patrimonialista emprendido por las grandes corporaciones transnacionales, es una preocupante expresión de ello.
Todo ese conjunto de complejas interrelaciones atraviesa la sentencia del amparo en revisión 1023/2019, dictada por la primera sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), el pasado 13 de octubre del 2021. A través de su fallo, la Corte decidió mantener firme una medida cautelar (dictada en un lejano Juicio de Acción Colectiva), a través de la cual el Poder Judicial le impide al Poder Ejecutivo Federal otorgar permisos para liberar, en fase comercial, maíz transgénico en México.
El fallo tiene muchos y muy importantes niveles de significado. Abre discusiones de la mayor relevancia en el campo de lo económico, de lo cultural, de lo ecológico, lo alimentario, lo jurídico procesal, incluso de lo simbólico; por ejemplo, los actores en el proceso son, por un lado, tres de las compañías transnacionales más poderosas a escala global en el campo de las semillas (Monsanto, Dow Agrosciences y Syngenta), y por otro, colectividades campesinas auto organizadas de base. El 1% de la población frente al 99%. Sin embargo, por razón de espacio, aquí solo habré de referirme al avance que la sentencia supone en la discusión sobre el derecho humano al medio ambiente, los principios con los que se relaciona, y los alcances que este derecho adquiere en México frente a discusiones futuras.
Si bien la decisión final que toma la Corte es relevante, también lo es la estela argumental que la Primera Sala va dejando conforme construye el fallo. Debemos recordar que el juicio que dio origen a toda la discusión fue una Acción Colectiva (y su medida cautelar) que se tramitó en 2013 ante un Juzgado de Distrito (321/2013). El objetivo de aquella primera demanda fue defender intereses difusos relacionados con la protección del derecho al medio ambiente y la biodiversidad, al estimar que con el otorgamiento de permisos de liberación al ambiente de OGMs a las transnacionales, se afectaría de manera irreversible la biodiversidad de los maíces nativos en México, a pesar de las salvaguardias establecidas en la Ley. Por ello, las organizaciones campesinas solicitaron como medida cautelar suspender los permisos de liberación de OGMs, lo que obtuvieron, convirtiéndose esto último en la materia principal de la sentencia aquí analizada.
Frente a los argumentos de las transnacionales ante la SCJN para cuestionar la medida cautelar en lo sustantivo, el máximo tribunal sienta varias premisas jurídicas que son de especial importancia. Aquí destacamos cinco en un orden distinto al que se presentan en la sentencia.
En primer lugar, que el derecho humano al medio ambiente es un derecho autónomo, que cualquier persona puede hacer valer de manera íntegra, sin necesidad de tener que establecer conexidad con algún otro derecho. Si bien esto parece verdad de Perogrullo, en México no es baladí que la SCJN reitere este criterio ante el constante asedio que siguen sufriendo los DESCA, a los que las transnacionales continúan estigmatizando como derechos programáticos, de tercera generación, cuya protección y garantía no debería estar en manos de los jueces.
En segundo lugar, que este derecho tiene connotaciones tanto individuales como colectivas, por lo que a la vez que “…se reconoce una específica y particular esfera de protección en favor de la persona caracterizada por la salvaguarda del entorno o medio ambiente en el que se desenvuelve…” (párr. 230); “… también constituye un interés universal que se debe tanto a las generaciones presentes y futuras” (párr. 226).
En tercer lugar, que el derecho al medio ambiente también se traduce en un principio rector de política pública (párr. 234). Aunque la Corte no utiliza de forma explícita el concepto “dimensión objetiva de los derechos”, con esta aseveración reafirma el hecho de que todas las autoridades del Estado (al margen de las exigencias subjetivas que cada persona o colectivo pueda hacer valer respecto del medio ambiente) están obligadas a desarrollar sus normas y decisiones de política de conformidad con el contenido del derecho. En otras palabras, que cualquier política pública en materia ambiental debe regirse por el contenido y obligaciones del derecho humano al medio ambiente.
En cuarto lugar, que el derecho al medio ambiente se fundamenta en dos principios clave: el principio precautorio y el principio in dubio pro natura. De acuerdo con el primero, para evitar la degradación de la naturaleza, se exige al Estado tomar decisiones jurídicas para salvaguardar el medio ambiente, aun cuando no haya certeza científica del daño que una determinada actividad industrial (o de cualquier otra índole) pueda provocar. Además, agrega la Corte, “…a la luz del principio de precaución, se reconoce la posibilidad de revertir la carga de la prueba a cargo del agente potencialmente responsable” (párr. 248). De acuerdo con el segundo principio, en caso de duda científica sobre los riesgos que una actividad pueda provocar, deberán tomarse todas las medidas necesarias en favor del medio ambiente.
En quinto lugar, el reconocimiento de los derechos a la naturaleza. Se trata -dice la Corte- “…de proteger la naturaleza y el medio ambiente no solamente por su conexidad con una utilidad para el ser humano o por los efectos que su degradación podría causar en otros derechos de las personas… sino por su importancia para los demás organismos vivos con quienes se comparte el planeta, también merecedores de protección en sí mismos…” (párr 221). “De lo anterior esta Sala concluyó que el derecho humano al medio ambiente posee una doble dimensión: una primera que pudiéramos denominar objetiva o ecologista, que protege al medio ambiente como un bien jurídico fundamental en sí mismo, que atiende a la defensa y restauración de la naturaleza y sus recursos con independencia de sus repercusiones en el ser humano; y la subjetiva o antropocéntrica…” (párr. 223).
Salvo el quinto planteamiento aquí resumido, ninguna de las premisas enunciadas por la SCJN habrán de sorprender a las y los estudiantes de especialidad en materia de derecho ambiental. Se trata de postulados teóricos y principios jurídicos que ya han sido discutidos por autores y tribunales en todo el mundo. Lo que sí sorprende -y de forma muy positiva- es que el máximo tribunal en nuestro país haya reunido y relacionado todos esos elementos en una misma sentencia, incluyendo el reconocimiento de los derechos de la naturaleza, dando con esto último, un salto cuántico en la discusión ambiental, reiterando el criterio del Caso Laguna del Carpintero. Celebramos el esfuerzo y la persistencia de las comunidades campesinas, las organizaciones y sus abogades quienes han luchado incansablemente durante ocho años para lograr este fallo que es en favor de la vida, la riqueza natural, la diversidad genética y cultural del 99% de la población. •