En 2007, la Asociación de Amistad con el Pueblo Saharaui de Sevilla, produjo, con un grupo de cineastas andaluzas, la película “Tebraa, Retrato de Mujeres Saharaui”; intentando mostrar, como lo hace un prisma, lo diverso y lo común de las mujeres del Sáhara Occidental, la última colonia de África. Tebraa es el canto, el verso de la mujer saharaui.
Y lo es la risa de Dahba, la artista, cuando dibuja en la piel de otras mujeres la historia de su pueblo, un tatuaje de henna que se borra en unas semanas pero que te tiñe hasta las entrañas. El canto de Tarba y la fuerza de sus manos tocando el tabal, que retumba más allá de las arenas del Sáhara, más allá del Muro de la Vergüenza. La ternura de Nana mientras abraza su vientre convertido en piedra por el efecto de una mina y los tratamientos que recibió, preguntándose si podría volverse fino y elástico para albergar otra vida saharaui. Los movimientos ágiles de la hija de Horria, dando con su pie vueltas a la pesada bombona de gas para que gire sobre la arena hasta su jaima, una bombona que es parte de la ayuda internacional que recibe la población refugiada saharaui, que en la mayoría de los casos son migajas de los que quieren no limpiar su conciencia, sino su imagen.
La contundencia de Jnaza, que se mueve como una gacela entre las jaimas, a pesar de la precariedad, las dunas y las piedras, para atender a otras que padecen uno de los males más extendidos entre las mujeres en el refugio saharaui, la anemia. Las historias de Ebbaba, con sus rizos apuntando al viento, que es la verdad en un mundo donde la verdad depende de quién la cuenta o de para qué sirve. La búsqueda incansable de Nhebouha, que sólo pide saber dónde están 15 jóvenes desaparecidos en 2005 por pedir justicia y libertad, y entre ellos sus dos hermanos, 15 en una larga lista de nombres saharauis. La fuerza de Maima, que arranca las palabras de su garganta indignada para preguntar por qué, en inglés, en francés, en español, en árabe, da igual. La autenticidad de la dulce e irreductible ElGhalia, relatando como fue mordisqueada por perros en una porquera que fue su cárcel durante los años que estuvo desparecida. El carisma de Aminetu, que podría representar la imagen de la justicia, aunque ella no quiera taparse los ojos porque los tuvo más de tres años vendados por sus opresores. Solo mirarla, avergüenza a muchos. Así es la justicia.
Les podría hablar de otras mujeres saharauis con las que llevo años compartiendo una misma tuiza (palabra del hasania que describe un trabajo u espacio colaborativo) que se alarga en el tiempo, porque pretender transformar este mundo tramposo no es tarea sencilla. Quizás se reconozcan en alguna de ellas, o en todas, si es la dignidad su utopía vital.
Durante la manifestación del 8 de marzo previo a la pandemia, cuando las mujeres del mundo salimos a la calle en una huelga general global, recibí una foto de mi amigo Javier Andrada. Era una joven sonriente que alzaba con fuerza un cartón: “Mujer saharaui, tú me enseñaste a luchar”, decía. Esa es la herencia que las madres dejan a sus hijas. La resistencia activa es el ADN de la mujer saharaui. Por eso, por aquí, las llamamos “Las Resistentes”.
En esta época de retorno a la guerra, en la que las madres saharauis vuelven a guardar como un tesoro la arena de la última huella que pisan sus hijos al abrazarlas cuando se van al frente, en la que los lloran como mártires cuando caen bajo el fuego de los drones, una mujer personifica la lucha del pueblo saharaui.
Sultana Jaya, o Sultana Hayat, o Soultana Khaya... Nadie sabe ya muy bien cómo se escribe su nombre, porque el régimen marroquí se encarga de transformar las identidades de las personas saharauis sometidas en las zonas ocupadas, “marroquinizándolas”, en un intento de genocidio cultural que pretende borrar todo lo saharaui. Pretensión por otro lado imposible mientras su pueblo siga coreando su nombre para que nadie lo olvide.
Sultana lleva desde el 19 de diciembre de 2020 en arresto domiciliario sin orden judicial en su casa de Bojador, ciudad saharaui bajo ocupación marroquí, rodeada de miembros de los cuerpos y fuerzas de represión. Está “emparedada”, junto a su madre y hermana, en su propia casa. Mientras, los sicarios del Mazjén la arrastran por los cabellos o por la melfa cuando intenta salir a gritar su situación, golpean sus puertas y ventanas, irrumpen cuando quieren en el interior, destrozan todo, las rocían con líquidos extraños, las golpean, las violan, como ella misma ha denunciado. Pero desde el principio, cada día, con su cuerpo magullado, su ojo de cristal, sus cicatrices… Sultana sube a la azotea de su casa izando al viento la bandera saharaui. Grita “Ana saharauia” (Yo soy saharaui).
Aunque las personas e instituciones que podrían ayudar a poner fin a su calvario, conspiran con el régimen de ocupación por intereses espurios, es difícil luchar contra mujeres que, con sus propias ropas, sus melfas, construyen refugios, amamantan el futuro y confeccionan banderas de libertad en las que bordan la ley que las protege frente a todas las manipulaciones.
En 2009, regresé a los campamentos saharauis, a su refugio en la hammada argelina (“el peor de los infiernos”, como lo llaman quienes comparten idioma y tradiciones), después de acompañar a Aminetu Haidar, la Ghandi saharaui, en una huelga de hambre histórica en la lucha de su pueblo, porque doblegó la voluntad de un sátrapa mezquino que la quiso echar de su propia tierra sin conseguirlo. Entonces me mandó llamar una mujer anciana. En su jaima, mientras abrazaba mis manos y jugaba con mis dedos, escuché sus palabras que hablaban de resistencia, de memoria, de hogar y de libertad. Me llamaba para darme la carta de las mujeres mayores, confiando en mí que llegaría a su destino. Me regaló una melfa azul como el mar, como el mar saharaui, pero no me dio nada más. De la misma forma, hoy yo se la doy a ustedes que leen estas palabras, para que me ayuden en mi difícil misión que no es posible para una sola persona. En el nombre de las que me confiaron esta carta, les doy las gracias. Shukran. •