a llamada transición energética es en realidad una compleja agregación de políticas nacionales energéticas y no un paradigma total que encumbra a las tecnologías –y negocios rentistas– basadas en lo solar y lo eólico, y de ello da cuenta en este inicio de año la polémica decisión de la Comisión Europea que ha planteado clasificar a la nuclear y a la del gas natural como tecnologías verdes y, por tanto, susceptibles para recibir fondos comunitarios destinados a la descarbonización del aparato económico.
Con ello, parte del fondo de un billón de euros (de origen público y privado) del llamado Green Deal, serán destinados a proyectos en el ramo nuclear –con fecha límite en el año 2045– y el del gas natural –con límite en 2030–. Esta propuesta, que aún requiere ser votada por el Parlamento Europeo, refleja los intereses político- energéticos de dos países: Francia, por su apego y decisión estratégica de reforzar su capacidad energética de base nuclear, y Alemania, indefectiblemente condicionada por su demanda de gas proveniente de Rusia a través del ducto Nord Stream II.
La argumentación es técnica. Por un lado, las energías de origen solar y eólico constituyen fuentes que generan inestabilidad en la red de transporte y distribución. En varios países, desde China hasta México, los gobiernos se han tenido que enfrentar por costos que no son cubiertos por las empresas que nutren a sus redes eléctricas.
Por otro, el gas natural es útil como combustible de transición si se emplean tecnologías adecuadas para disminuir las emisiones. Más allá del posible rechazo que los gobiernos francés y alemán deberán compensar con una diplomacia ambientalista que garantice que sus proyectos no quedarán a la intemperie financiera, el tema relevante es que aquí se pone de manifiesto la contradicción entre los gobiernos y los negocios de energías verdes.
El caso de China es muy ilustrativo; siendo el mayor impulsor de la inversión en energías alternas, ha construido un galimatías económico del cual ahora su gobierno intenta escapar. Su liderazgo para producir paneles solares significó estandarizar una modalidad del producto: la de tecnología fotovoltaica cristalina. Con ello, produjo una caída de precios con la consiguiente expansión de ventas y de desarrolladores de parque solares e inhibió la innovación. El gobierno chino aplicó formas novedosas de financiamiento a empresas privadas y, además, estableció el principio de paridad en la red: la electricidad de origen solar debía entrar a la red de modo privilegiado y bajo un importante subsidio. Esta política creó poderosas empresas que deben vender globalmente paneles solares y poderosos intereses privados regionales que deben vender electricidad a redes públicas para rentabilizar sus inversiones. Esto ha creado un proteccionismo estadunidense hacia afuera y boquetes presupuestales hacia adentro. La solución se orienta hacia un proceso de retiro de los subsidios; las empresas deben vender con precios que reflejen los costos reales de producir y trasladar la energía. La restructuración del mercado verde
de China es una de las transiciones energéticas que cuestionan la idea de un modelo único global de descarbonización al que deben adherirse todos los países.
Antiecologismo?, ¿apego a viejos modelos?, ¿populismo energético? Nada de eso. Este argumento político, tan caro a nuestros defensores locales del rentismo de empresas de energías verdes
, no tiene cabida en la discusión sobre las transiciones energéticas. Lo que está en juego es que hay una evidente falla en el modelo tecno-económico de la forma de explotar comercialmente las tecnologías solar y eólica. No es por ausencia de capacidad de investigación y desarrollo, sino porque el interés del modelo de negocio se ha impuesto a la lógica científica y sus aplicaciones sociales. Éste está basado en el rentismo, el cual no es sino la modalidad en este sector del modelo neoliberal de acumulación por desposesión. La energía que sale de un parque solar es la más barata, porque el Sol es gratuito. Por si no fuera suficiente, los gobiernos han creado un abanico de subsidios para los desarrolladores de energías alternativas, en unión con programas de financiamiento de organismos internacionales. Para redondear las bondades del modelo low cost, los terrenos donde se alojan las fábricas de estas energías son con frecuencia obtenidos mediante despojos encubiertos.
Así, resulta difícil no considerar la baratura
de esta energía, pero un costo viene de producir y otro de transportar. Si la red de transmisión y distribución hubiese sido creada sólo para este tipo de energía, quizá verían los consumidores un precio razonable. Deberían aceptar que se agregase a la factura el costo de grandes baterías para acumular la energía y vivir en grandes urbes del mundo. Pero ocurre que la red real fue creada para otros tipos de tecnología que brindan electricidad de manera universal, segura, sin intermitencias y con costos ambientales máximos en el caso de carbón, mínimos en el del gas natural y poco significativos en el de la fuerza hidráulica. Está documentado que éstas crean problemas técnicos que se traducen en costos que deben subsidiarse. Ese es el modelo rentista: las empresas generan sus ganancias al no cubrir ellas el costo total de su operación. Esa es la falla del modelo socio-técnico del negocio solar y eólico. Esta realidad debe ser tomada en cuenta en la discusión de la propuesta de reforma eléctrica por el Legislativo mexicano. Además, se cuela la alarma de la basura tóxica que se va a masificar cuando lleguen a su fin los 25 años de vida útil de los paneles solares: entre 60 y 78 millones de toneladas acumuladas hacia 2050.
* Secretario académico del CIDE