n diciembre de 2018, en una cena navideña con colegas del CIDE, obviamente se hablaba sobre el rumbo del país con la llegada de López Obrador. Alguno comentó sobre el anunciado proyecto del Tren Maya y fijó su posición crítica al respecto. Otros más opinaron para bien o para mal y, al final, propuse que podíamos seguir hablando de trenes y pasar al tema del mentado Tren Bala a Querétaro, la adjudicación al grupo Higa y la deuda pendiente con los chinos.
A tres años de esa tertulia, vemos un avance en el Tren Maya, un chequeo constante, e impertinente, del mismo Presidente sobre el ritmo de la obra y unos resultados que veremos con el tiempo. Pero ahí estará el tren, con sus pifias, aciertos, errores y potencialidades. Y al respecto, recuerdo que el nuevo aeropuerto de Texcoco era un proyecto de Vicente Fox, quien nunca fue a ver la obra, ni se preocupó por su financiamiento, hasta que se canceló por el conflicto con los ejidatarios. Luego, Calderón se lavó las manos, no hizo nada y Peña Nieto empezó tarde y mal, para dejarle a AMLO una herencia maldita, que éste se encargó de exorcizar. De lo que suceda con el nuevo aeropuerto de Santa Lucía, lo veremos en los próximos años. Pero ahí está, con museo paleontológico y todo.
Ciertamente, AMLO es un presidente constructor y va a pasar a la historia por su terquedad en supervisar y terminar sus obras. Lo que no se puede decir es que sea un constructor de instituciones, como lo fue el presidente Cárdenas. Más bien, está desmantelando instituciones que fueron creadas para suplir muchas de las ineficiencias e inequidades del aparato gubernamental. Es una tradición política mexicana, crear comisiones e institutos cuando estallan los problemas y cuando no hay modo de que el aparato burocrático estatal se encargue de transformar y revolucionar el sistema desde dentro.
La creación de los colegios y centros de investigación, al igual que el Sistema Nacional de Investigadores (SNI) son un ejemplo perfecto de esta compleja realidad y esta modalidad mexicana de solucionar los problemas. Para el secretario de Educación Reyes Heroles era imposible transformar a las universidades por dentro, levantar su nivel, promover la investigación y evitar la fuga de cerebros. Por eso el Colegio de Michoacán se ubicó en Zamora, para estar lejos de la influencia de la Nicolaita, y se convirtió en un centro de investigación con maestrías y doctorados a semejanza del Colegio de México, así surgieron muchos otros.
Estos centros de investigación formarían investigadores que luego irían a parar a las universidades públicas, con maestrías y doctorados, se fomentaría la investigación, se elevaría el nivel, pero no subirían los salarios. Para eso se conformó otra institución, el SNI, que, de manera paralela y separada de las universidades, les sube los ingresos a los investigadores, en una competencia abierta y pareja a escala nacional.
Un parche, ciertamente, pero mal que bien ha funcionado. El Conacyt y no las universidades se encargaría, en un primer momento, de promover la investigación con centros de investigación, becas, financiamiento a proyectos y apoyo a los investigadores. Pero el suelo y el sueldo, sigue siendo disparejo entre las mismas universidades públicas y no se diga con las privadas. Cada una tiene sus propias reglas y programas; sindicatos blancos, charros y rojos, y establece diferentes arreglos con los gobiernos estatal y federal. Pero un profesor de la UNAM o la UAM, gana mucho más y cuenta con más recursos que uno de Guadalajara o Zacatecas, teniendo las mismas credenciales y nivel del SNI.
Pasa igual con los colegios, el CIDE y otros centros de investigación. Cada uno ha buscado la forma de mejorar las condiciones laborales y salariales a partir de recursos autogenerados y para eso se fundaron los fideicomisos que los administraban. Unos profesores tienen seguros médicos y buenos sistemas de jubilación y otros nada. Algunas instituciones son autocráticas, otras corporativas y algunas caciquiles. Hay mucho que transformar en el sistema educativo universitario. Pero también existen instituciones democráticas, donde hay reglamentos, comités, comisiones, auscultaciones, evaluaciones y concursos públicos para acceder a las plazas. Entre ellas el CIDE.
Y para volver a aquella cena navideña, la conversación prosiguió sobre la posible injerencia de AMLO en la vida académica y en la posibilidad de imponer una ideología marxista, o de izquierda, en las escuelas y universidades. El comentario me pareció extremo y que rayaba en la ingenuidad. Me parecía descabellado que se pudiera dar cualquier injerencia ideológica en el sistema universitario. Me equivoqué.
Entre mis colegas del CIDE, ciertamente, hay muchos neoliberales, pero también los hay de tendencia marxista, funcionalista, posmoderna, socialista o anarquista. Es un centro universitario donde se respetan las ideas y se discuten; donde se construyó un modelo de administración eficiente; donde los profesores, administrativos, trabajadores y estudiantes pueden comer de manera decente y pagar por ello; donde las asesorías y proyectos externos se rigen por reglas claras y transparentes; donde los estudiantes con recursos pagan cuotas que sirven para otorgarle becas a sus propios compañeros; donde el rendimiento escolar es exigente con alumnos y profesores.
Queremos más instituciones de éstas, no menos. Y lo que no se puede admitir es la injerencia ideológica en la vida académica universitaria y la destrucción de las instituciones que funcionan con estándares de excelencia y que se rigen por criterios de funcionamiento establecidos de manera consensuada por su comunidad.
Lo que pasa con el CIDE es un claro ejemplo de impunidad institucional y puede ser el precedente de lo que ocurra en otras universidades públicas del país.
Por eso, #YoDefiendoAlCIDE y, con ello, la libertad académica, de investigación y de cátedra en México.