Este artículo trata sobre una noticia dolorosa que cambió mi vida y la de otras familias hondureñas, pero también trata sobre una lucha que llevó a organizarnos y a construir una familia nueva sedienta de verdad, justicia y no repetición para personas migrantes.
Voy a narrar desde el principio, desde que la noticia nos llegó en mayo de 2012. En mi familia, fue mi hermana quien la supo; de la cancillería de México recibió una llamada en la que le preguntaban si tenía un hermano en tránsito. “Sí, mi hermano Fabricio va hacia los Estados Unidos” le dijo.
Todavía no sabíamos, solo tiempo después supimos que Fabricio pereció en la masacre de Cadereyta, Nuevo León, en mayo del 2012. Parecía que Fabricio nos decía “aquí estoy, ya no me busquen”; él era el único que traía una identificación hondureña dentro de las 49 víctimas. Él era muy sobreprotector con nosotras, por eso hasta en la muerte tuvo ese cuidado de decirnos dónde estaba y que no nos preocupáramos. Sin embargo, pasaron veintisiete meses para que él y los otros 9 hondureños identificados regresaran a casa.
Esos veintisiete meses de angustia y dolor que vivimos, fueron culpa de la negligencia de los gobiernos, tanto hondureño como mexicano, que retrasaron la identificación y la repatriación de ellos. Lo que los gobiernos no sabían era que las familias nos estábamos organizando, a pesar de que algunas personas enfermaron a raíz de la noticia, a pesar de la impotencia y del no saber a quién pedir ayuda o qué hacer.
Las familias de las víctimas empezamos a comunicarnos, a convivir, a compartir y a luchar juntas. Aunque algunos éramos vecinos o parientes, no nos conocíamos, fueron los muchachos los que nos juntaron. Nosotras solas buscamos los medios y a las personas que nos pudieran ayudar. Así encontramos al Comité de Familiares de Migrantes Desaparecidos de El Progreso (COFAMIPRO), al Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), a la Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho (FJEDD). Pero antes de ellos, nosotras habíamos aprendido a ser psicólogas, porque entre nosotras mismas nos platicábamos, aconsejábamos, escuchábamos, buscamos remedios para mitigar el dolor. Nos hicimos investigadoras, porque juntamos la información y las noticias y se las llevamos a la autoridad. Fuimos las familias las que logramos lo imposible: la repatriación de los muchachos.
Después de lo acontecido con la masacre, el dolor no nos impidió seguir buscando y exigiendo verdad y justicia para mi hermano, por los 49, por otros migrantes y por cualquier persona sin importar la nacionalidad. Por el contrario, ese dolor nos impulsó cada día más a luchar y apoyar ahora a otras familias que están pasando por lo mismo a través del Comité de Familiares de Migrantes Desaparecidos del Centro de Honduras. En este Comité ponemos en práctica los aprendizajes que tuvimos cuando estábamos solas y ahora los usamos para que otras familias de migrantes desaparecidos no se sientan así, solas o desorientadas o sin saber a quién acudir, para que no pasen lo que nosotros pasamos.
Esa noticia de lo que pasó con mi hermano me cambió, yo era apática, no me interesaba lo que pasaba y hoy convivo con las familias, no me imagino sin visitarlas, sin escucharlas, sin ayudarlas. Parece difícil pensarlo así, pero gracias a él, a Fabricio, he crecido como persona. Todos cambiamos, todos aprendimos para seguir luchando. Porque esto no se ha terminado, el gobierno de México aún está en deuda con mi familia y con las de las otras 48 personas encontradas allá en Cadereyta. Yo he prometido a mi madre que, si ella faltara sin ver respuestas, yo seguiré en la lucha por mi hermano y por todos los migrantes. •