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Agradecimiento a Pepe Carral
A

l salir del convento del Sagrado Corazón, en Eden Hall, Filadelfia, y regresar a México, Javier Carral, arquitecto y hermano menor de Pepe Carral, tuvo a bien sacarme a bailar y convertirme en su noviecita. Era muy guapo y ya diseñaba casas. A mi hermana, Pablo Aspe le llevaba gallo con un trío de guitarristas de El Retirito, y Javier me llevaba serenata con tres músicos panzones que entonaban al unísono: Muñequita linda, de cabellos de oro. Después de un año o dos de tríos y trinos, Javier Carral y yo dejamos de vernos porque el periodismo es el más absorbente de todos los oficios.

Pasados los años, vi con cierta frecuencia a Pepe Carral, presidente del Club de Industriales y representante y vicepresidente del Bank of America en México. Generoso, me invitó al Club de Industriales en el que yo no tenía más negocio que sentarme a una buena mesa en compañía de mi ahijado Francisco Martín del Campo. Gracias a Pepe, asistí en Polanco a conferencias en las que escuché a los oradores más opuestos en cuestiones políticas. Pepe Carral lo abarcaba todo, intelectuales, presidentes de visita en México y políticos de tendencias totalmente contrarias. Con un amplio gesto de inteligencia, abrazaba todas las edades, todos los credos, todos los modos de vida, todos los oficios, todas las generaciones. Su interés por los demás abarcaba la Tierra entera. Igual platicaba con un chavito de 14 años que con un miembro de Los 300 y Algunos Más, una apasionada estudiante universitaria, una beata que ostentaba su rosario o una heredera perteneciente a una de las familias que el Duque de Otranto reunió en un tomo de terciopelo rojo y páginas con filos dorados.

¿A quién entrevistaste?, me interrogaba. Pepe era el más curioso y atento de los anfitriones. ¿Qué has visto que valga la pena? ¿En qué andas? Su interés me conmovía y me halagaba. Banquero, él sabía todo de inversiones e infortunios, de políticos y de hombres de negocio, de demagogia y de creatividad, y no le importaba que yo le hiciera las preguntas más absurdas.

Hace mil años, al principio de los años 50, conocí a don Manuel Gómez Morín; una tarde que perdí una pulserita en su jardín de San Jerónimo (ahora casa de Dolores Beistegui) y se dedicó a buscarla mientras yo protestaba: Don Manuel, usted no, voy a rezarle a San Judas Tadeo y ahorita aparece. Doña Lydia también buscaba sobre el pasto para ver si lo perdido aparecía. Sus hijos festejaban sus buenas puntadas, porque una vez que pidió un filete en la carnicería La Fortuna, cuando el precio le resultó alarmante, preguntó si el filete era el del buey Apis, y el carnicero no supo que el buey Apis era el toro sagrado del antiguo Egipto.

Pablo Aspe, novio de mi hermana, propició nuestra amistad con los Gómez Morín y los González Luna; una tarde, Manuel Gómez Morín me leyó en su biblioteca (tal vez porque detectó mi interés por los libros) un largo poema que le escribió a la Virgen de Guadalupe.

Antonio Carrillo Flores, secretario de Hacienda, llegaba a consultar a don Manuel cada vez que tenía un problema, y supongo que fueron muchas visitas a la calle de Árbol, en San Ángel, porque lo del dinero es siempre superhorrible.

En algunas ocasiones, además de los encuentros en el Club de Industriales, Pepe Carral y yo comimos en el Club France, en un comedor que tiene vista sobre las canchas bien cuidadas de los tenistas. Gran deportista, Pepe presumía que se levantaba en la madrugada y se daba un regaderazo de agua fría todos los días a lo largo de los años.

Su disciplina nunca cejó y en los últimos tiempos, a partir de los 97 años, se hizo cada día más admirable. Siempre fue un hombre de deportes, siempre cuidó no sólo su relación con el otro sino con su cuerpo, siempre fue y vino del Club de Industriales en Polanco al Club France en la avenida Insurgentes.

En su mesa, redonda y generosa, incluyente y festiva, Pepe propició todas las conversaciones, escuchó sin pestañear todos los puntos de vista, apoyó, como intelectual con una excelente biblioteca, todas las medidas que mejorarían la vida de México cuyos bienes ensalzó y propició al darlos a conocer con propuestas armoniosas.

Pepe Carral logró conciliar los distintos puntos de vista, los intereses más peliagudos, las pretensiones más diversas. Era un mago, sacaba de su manga una respuesta, un pensamiento inteligente en medio de una diatriba y hacía que la congruencia reinara en torno suyo. Invitaba al arquitecto Francisco Martín del Campo y lo escuchaba sin distraerse. Sus preguntas sobre arquitectura y sobre periodismo siempre fueron clavos ardientes. La verdad, tuve más tiempo para quererlo a él que para el arquitecto y pintor Javier Carral, su hermano.

Cuando Mamá llegó de Francia a México, en 1943, trató a Los 300 y Algunos Más, cuyos nombres, méritos y actividades recogió el Duque de Otranto en un grueso volumen de terciopelo rojo. Su índice abarcaba a alrededor de 700 señoras y novias de las mejores familias de México. En cada página de papel cuché (que es muy costoso) aparecían jóvenes madres de familia, todas muy bellas con hijos muy bonitos y casas amuebladas con muy buen gusto y retratos de quienes tenían una hacienda. Los Cortina, los Rincón Gallardo, los Escandón, los Iturbide, los Sánchez Navarro, los Amor, los Iturbe, los Couttolenc, los Creel, los De la Mora, los Romero de Terreros, los Martínez del Río, los Romero Rubio, los Souza sonreían detrás de una figura materna, forjadora de una generación de hombres de bien.

Pepe Carral pertenecía a ese mundo; muy pronto su inteligencia y su don de gentes lo hizo destacar y recorrer y domesticar todas las clases sociales. Para Francisco Martín del Campo y Souza, y para mí, resultó un deleite comer con él en el Club de Industriales. Su cultura le permitía hablar de pintura y de economía, de literatura y de la revista Siempre!, de Los 300 y Algunos Más y de la colonia Bondojito, de la prestancia de Jacquie Kennedy y de la inteligencia de Eleanor Roosevelt, una de las mujeres que más admiro sobre la tierra.

Pepe Carral sabía lo que es el bienestar y lo quería para todos, para ti, para mí, para quienes sirven la mesa, para los que barren la calle. Ahora sólo espero que me llame y me diga que es tiempo de ir a la Universidad de Nueva York a dar una conferencia para bajar más tarde a las márgenes del río Hudson y observar cómo el agua va llevando a las lentas chalanas al océano Atlántico.