ay diferentes criterios para fijar cuándo la inseguridad pública en México tomó carácter de amenaza política y social. En mi opinión –que desde luego parte de mi experiencia pública–, eso ocurrió a finales de los años 70 y se ratificó tal vez en 1982 con el hallazgo de 17 cuerpos en el río Tula que fueron arrojados allí por la policía del Distrito Federal. Parecía entonces que se había llegado a un límite en cuanto a los alcances del fenómeno.
En abril de 1984, iniciado el gobierno de Miguel de la Madrid, el problema de la violencia criminal fue planteado públicamente por el propio titular del Ejecutivo. Ello conduciría a formular una respuesta de Estado tendente a crear una estructura de operación sustituta del vergonzoso esquema de represión política que muy poco atendía la seguridad pública y mucho lastimaba a la sociedad mexicana.
El gobierno decidió primero limpiar la casa. Resolvió desaparecer policías federales anticonstitucionales, como la de Pesca, Forestal y Turística, que no atendían ni su teórica función y, en cambio, se erigieron como espacios de corrupción y complicidades. Luego extinguió la muy desprestigiada Dirección de Investigación para la Prevención de la Delincuencia (DIPD), sucedánea del Servicio Secreto del Distrito Federal, y remató suprimiendo la Dirección Federal de Seguridad, que había superado a sus antecesoras en prácticas criminales y represivas. Ello quiso ser el principio de un fin.
En el sistema del que formábamos parte no habíamos sido capaces de entender que, como todo, el delito se transforma constantemente. No previmos el necesario rigor de revisar con antelación que los órganos gubernamentales tuvieran la efectiva capacidad de anticipar los peligros de esa evolución. Nos aferramos a prácticas pasadas y fuimos víctimas de nuestra parálisis. El crimen no se detuvo: se apoderó del campo que veía libre.
No fuimos, pues, capaces de ser actuales, de deducir cómo y qué regiones pronto el crimen invadiría. A Guzmán Loera, El Chapo, la opinión pública lo descubrió hasta el asesinato del cardenal Posadas y sus fugas rocambolescas.
Luego, pese a los indicios de que los cárteles del Golfo y otros de la época sentaban sus reales –hasta llegar, años después, a los más actuales, como los de Santa Rosa de Lima o Los Ardillos de Guerrero–, tales indicadores no se interpretaron y nada preventivo se hizo para contener a esas organizaciones. Hoy allí actúan grupos delictivos de todo calibre; los hay perecederos, como los Caballeros templarios, o inextinguibles, como el cártel de Sinaloa.
De esos y otros grupos criminales poco se supo de su fortaleza y de sus métodos de operación, de sus viejos y nuevos liderazgos, de su financiamiento, abasto de material bélico y de sus mercados locales e internacionales. Si esto no está claro, entonces, ¿sabemos adónde va la violencia?
Es la pregunta que no tiene respuesta suficiente y que, de haberla tenido, explicaría mucho. En general hemos andado a tientas. Sería necesario describir cómo será el fenómeno en 20 años. No se sabe qué institución se arriesgaría a predecirlo.
Del antiguo crimen sordo que había en Guerrero, integrado relativamente por pocos infractores, caracterizado por miras simples e inmediatas y que tenía como acciones el robo a personas, casas o vehículos, o bien el cultivo de amapola y mariguana, nos separa hoy un espacio sideral que cruzamos en medio siglo.
Los gobiernos de la entidad siempre tuvieron visiones cortas, reactivas, belicistas. Su meta: detener a muchos ladrones y bandas urbanas, combatir el abigeato, destruir plantíos con machetes o herbicidas o interceptar aeronaves que antes ya habían sido descargadas de cocaína.
Ante nuestra ceguera el crimen evolucionó: modificó fines y métodos, se ligó a mafias internacionales, sofisticó sus armas y sus flujos de dinero se tornaron inescrutables. Ya no sólo se conformó con ganar dinero, sino que se propuso dominar regiones y economías sometiendo la producción, el transporte y el comercio de todo bien legal o ilegal en territorios vastísimos como Michoacán, Tamaulipas, Sonora o el mismo Guerrero.
Esa mutación apunta ahora a otro modo de dominio: la apropiación de la autoridad. O ésta la impone el crimen o la controla mediante pago o extorsión. Eso ocurre en sitios frágiles como Tixtla, Aguililla o Badiraguato, incluso se enseñorea en ciudades como Iguala, Acapulco, Ecatepec, o Reynosa, lugares donde la cooptación de autoridades federales y estatales es notable. La mancha criminal ha decidido hacerse de piezas políticas y económicas, menores pero múltiples, extendiéndose con miras a infectar todo. La más grave consecuencia de ello es que la integridad territorial está en un predicamento en todo aquel espacio donde no hay ley. Si ahí se pierde el control de la legalidad, se habrá perdido el territorio. La integridad territorial ahora impone nuevas interpretaciones. La sola concepción geoespacial ya no basta; ésta debe ser reinterpretada. Si bien estos conceptos hasta hace poco representaban tan solo una noción casi filosófica, hoy se encuentran bajo la amenaza más seria en el país.
El crimen evoluciona, se sofistica. Es válido decir que se ha reditado con metas, dimensión de fuerza y formas de actuar antes no imaginadas. Lo aquí apuntado no parece novedad y eso es grave. La comunidad está cayendo en el peligro de asumir esas formas de vivir como normalidad lastimosa en un mundo decaído. Hay dolor, mas ya no hay asombro.
Por largo tiempo la seguridad pública no fue vista como potencial perturbadora política. A riesgo de parecer reiterativo, considero urgente revisar los últimos 30 años de insuficiencias y pensar en lo que viene…