uentes militares colombianas informaron que seis pelotones (alrededor de 180 soldados) del ejército fueron retenidos por campesinos cocaleros mientras cumplían "tareas de lucha contra toda la cadena de narcotráfico" en la zona fronteriza con Venezuela, es decir, que efectuaban el retiro de plantas de coca. Por su parte, los habitantes del municipio de Tibú denunciaron que la acción tuvo lugar porque el gobierno faltó a sus compromisos en el programa de sustitución de sembradíos de hoja de coca por cultivos lícitos, y expresaron su disposición al diálogo para permitir la salida de los uniformados.
Lo sucedido ilustra la insensatez de combatir mediante la fuerza bruta un cultivo ancestral, que ha formado parte indisociable del modo de vida, la cultura y los saberes de los pueblos campesinos de la región andina desde siglos antes de que las sociedades capitalistas lo emplearan como base para la fabricación de cocaína. Este sinsentido se remonta a la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961, en la cual Estados Unidos impuso al mundo la prohibición arbitraria de todo uso de la hoja de coca, con excepción de la preparación de un agente saborizante que no contenga ningún alcaloide
, eufemismo tras del que se esconde el monopolio de Coca-Cola sobre la totalidad de las exportaciones legales de la planta. De este modo, los intereses de una trasnacional pasaron por encima de los usos milenarios y las necesidades –pues el mascado de la coca es indispensable para quienes viven y trabajan en las alturas de los Andes, además de tener aplicaciones medicinales tradicionales– de comunidades asentadas en Perú, Bolivia, Ecuador, Colombia y Venezuela.
Desde su inicio, la prohibición ha sido desastrosa para los pueblos andinos y ha servido de justificación para el intervencionismo genocida de Washington en los países mencionados y en los que sirven de tránsito de la cocaína en su camino al norte, como las naciones centroamericanas y el propio México. Este absurdo, sostenido por el afán de preservar las ganancias privadas, tiene un inocultable componente de hipocresía, pues se obliga a las zonas de producción y traslado del estupefaciente a emprender una guerra contra sus propios ciudadanos, mientras queda intacto el inicio y razón de ser de toda la cadena comercial: la demanda de los consumidores estadunidenses.
En efecto, la cocaína sigue circulando sin control en las calles de Estados Unidos, pese a los cientos de miles de muertos latinoamericanos en las décadas transcurridas desde que el ex presidente Richard Nixon declaró la guerra contra las drogas
en 1971. En este lapso, el presunto combate a la cocaína y otros sicoactivos ha proporcionado a los sucesivos ocupantes de la Casa Blanca un pretexto permanente para derribar gobiernos, satanizar a países enteros, mantener aceitada su industria armamentista, imponer asesorías
injerencistas, así como propiciar o tolerar masacres, y ha permitido a grupos locales oligárquicos auparse o mantenerse en el poder, pese a su patente corrupción y su talante autoritario, como ocurre en la misma Colombia con el actual mandatario, Iván Duque, y su mentor político, el paramilitar Álvaro Uribe.
Si quedara alguna duda de la inutilidad de esta guerra
y de los daños que causa a los más desprotegidos, el grado de exasperación mostrado ayer por los campesinos colombianos obliga a revisar a fondo una política tan equivocada como catastrófica. Cuando los labriegos encaran a las fuerzas armadas con nada más que palos y machetes, está claro que poner fin a la conversión artificial de un problema de salud pública en un asunto de seguridad nacional ha dejado de ser una opción entre varias y, en cambio, constituye ya un imperativo ético para todos los gobiernos y sociedades involucrados.