Hay un mundo de resistencias que vive “la ansiedad del colapso” (Del Amo González, 2021). Hay un universo de capitalistas que saca tajada de la crisis climática. Y hay un país llamado México que, en el sexenio de la Cuarta Transformación, concita la desazón, la ira o el recelo de ambos grupos, del ecologismo militante al capitalismo verde.
En el ambientalismo mexicano no basta que el gobierno de AMLO haya frenado aeropuertos, cerveceras, concesiones mineras o plaguicidas como el glifosato. El corazón petrolero y desarrollista de Morena es, para ellos, casi más peligroso que cuarenta años de neoliberalismo sin freno, pues el apoyo y la legitimidad del presidente le permiten retomar proyectos que sus antecesores dejaron bien en papel, como el Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec, bien en conflicto latente, como fue el caso de la central termoeléctrica de Huexca, Morelos.
En este juicio sumario a los megaproyectos del desarrollismo obradorista, resalta el polémico Tren Maya, cuya ejecución refleja las propias tensiones de un gobierno divido entre Fonatur, principal promotor del negocio turístico y la “planeación sustentable” de engendros urbanísticos como Cancún, e instancias como Semarnat o Conacyt, enfocadas hacia ordenamientos territoriales desde abajo que eviten el clásico proceso de expolio y degradación de los polos turísticos mexicanos.
Para la vanguardia mediática del capitalismo verde, los propagandistas de #WeTweetEenergy, el relato es igualmente siniestro: en vez de avanzar hacia la generación masiva con renovables intermitentes, la sustitución del motor de combustión interna por el coche eléctrico, el impuesto al carbono y la electrificación (privada) de todas las cosas, surge un presidente echeverrista que propulsa el rescate de Pemex y la creación de contaminantes refinerías.
Furiosamente escandalizados, rechazan una obra de gobierno que promueve la sutil renacionalización de la industria eléctrica nacional, rompe el esquema de subvenciones directas e indirectas a productores independientes de ciclo combinado, parques eólicos y solares, castiga los contratos simulados de compraventa de energía limpia entre particulares y redescubre el petróleo.
Para los partidarios del “descenso energético”, convencidos que la emergencia climática nos devolverá a las “formas de vida de una Baja Edad Media” (Guitérrez Escudero, 2021), aferrarse al capital fósil (Malm, 2020) es una forma de reacción inmoral, criminal y ecocida, pues, al decir de Naomi Klein, estos “monstruos centralizados” (2015) del combustible fósil no deben nacionalizarse, sino desmantelarse.
Si estamos cerca del pico petrolero y la escasez de materias primas (Turiel, 2021) o en un mar de petróleo por explotar (Cerrillo, 2021) es lo de menos: la descarbonización es la única alternativa, aunque nuestro mundo no pueda existir sin los derivados del petróleo.
Algo que señala, una y otra vez, el más lúcido de los decrecentistas, el físico Antonio Turiel: “intentar mantener sin petróleo un sistema económico con la escala y el volumen actuales es absurdo” porque “no tenemos nada que se le compare en términos de densidad energética, facilidad de transporte, facilidad de carga y estabilidad” (Riu, 2021)
Así pues, construir nuevas refinerías en Dos Bocas, Tabasco, tomar el control mayoritario de otra en Deer Park, Texas, y conseguir que las gasolinas sean producidas por Pemex a un precio decente, sin exceso de subsidios, puede ser la mejor de las vías, aunque el revisionismo petrolero sea un acto inmoral para los dos extremos de la doctrina climática que -por convicción o por negocio- apuestan por una política de reducción, castigo y desmantelamiento del capital fósil.
Pero en esto que una vez fue el Tercer Mundo, el petróleo es también un parteaguas que marca la diferencia entre la dependencia colonial o la soberanía nacional. ¿Hace falta recordarlo?
Entre el decreto de expropiación petrolera que firmara en 1938 Lázaro Cárdenas y la nacionalización de las minas de los magnates del estaño, decretada por Paz Estenssoro en 1952, la lucha por la recuperación de las riquezas del subsuelo fue una constante que permeó en la memoria de los pueblos americanos.
Hasta que todo cambió. En menos de una década, una pléyade de movimientos sociales “abandonaron sus llamamientos históricos a la expropiación, la nacionalización y la propiedad colectiva de los medios y productos de la extracción (…) y abrazaron el antiextractivismo” (Ríofrancos, 2020, pág. 6).
Esta transformación que Thea Riofrancos estudió para el caso ecuatoriano durante la presidencia de Rafael Correa (2007-2017) se reprodujo en el escenario boliviano con el conflicto por la carretera del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS).
En distintos formatos, esta nueva doctrina se ha propagado por todos los países del continente y la propia evolución del EZLN -del nacionalismo energético al “colonialismo interno”- comprueba esta ruptura histórica entre corrientes políticas que, años ha, compartieron un mismo horizonte antiimperialista.
Recuperar el monopolio natural de los hidrocarburos y la energía eléctrica fue lo que, en México como en muchos otros países, liberó las fuerzas productivas y mejoró la vida de los ciudadanos al expropiar, o limitar, el poder de una clase rentista que controlaba los recursos naturales y sometía, de facto, a los gobiernos
Como recordaba Michael Hudson, mantener los servicios públicos bajo el dominio estatal es “impedir que se conviertan en vehículos para la extracción de rentas” (2021).
Una transición energética basada en revertir las nacionalizaciones petroleras y eléctricas del siglo XX, o en fantasías comunitarias de generación distribuida, sin alternativas de progreso para las masas empobrecidas, allana el terreno para una doctrina del choque climático que empobrecerá aún más a los países en vías de desarrollo.
Y entiendo por choque climático el conjunto de normas, sanciones e impuestos de obligado cumplimiento, promovidas por organismos no democráticos con derechos de injerencia en todo el mundo. Estas medidas de excepción se imponen a partir de una emergencia climática cuyas bases científicas no están sujetas a discusión pues “el corrosivo tribalismo de la ciencia climática” (Chivers, 2021) exige ceñirse a un consenso sin fisuras, tal y como probó la flamígera cargada contra Unsettled, el reciente ensayo dudacionista de Steven E. Koonin, quien fuera subsecretario de Ciencia con Barak Obama.
En otras palabras, y jugando a polemizar, diría yo que el obsoleto programa setentero del presidente Andrés Manuel López Obrador ni niega las aportaciones del ecologismo político ni rechaza, de plano, las renovables intermitentes, como demuestra la planta solar de propiedad pública que se crearía en Sonora para el 2023.
Pero forzar la “separación del poder económico del poder político” (López Obrador, 2018) implica también romper una espiral de privatizaciones que pone en riesgo desde la estabilidad de la red de alto voltaje a la seguridad energética del país, razón de las reformas a la Ley de la Industria Eléctrica o la Ley de Hidrocarburos, ahogadas en amparos, cuyo fin es recuperar el espíritu del artículo 27 constitucional que, antes de las contrarreformas neoliberales, erigió un modelo de dominio directo de la nación cuya aplicación a los hidrocarburos y a la industria eléctrica detonó, en gran parte, el milagro mexicano.
Seguir a pies juntillas el consenso de Washington tuvo terribles y profundas consecuencias para México. Repetir el mismo error en tiempos de consenso climático sería igualmente funesto. Los molinos de sangre de La Ventosa aportarán energía limpia a gigantes de la contaminación como Cemex, pero la tarea de un gobierno de izquierdas no consiste en respaldar estas defraudaciones fiscales sino en evitar que la mafia del poder, o los gerentes del capital, sigan explotando mano de obra a precio de esclavo, mantengan derecho a contaminar acuíferos y sigan desangrando al Estado emprendedor, entre subvenciones a fondo perdido e impuestos condonados.
Y para todo ello se necesitan hidrocarburos. Como dijera Branko Milanović, si en Noruega no renuncian a los combustibles fósiles, porque, allá como acá, nadie quiere empobrecerse para salvar el planeta, entonces “¿qué tipo de argumentos planean utilizar para convencer a México, Gabón, Nigeria, Rusia de reducir la producción de gas y petróleo?” (Milanovic, 2021).
Atrapados entre los persistentes propagandistas de Iberdrola y los decrecentistas de un país sin crecimiento, la única respuesta a la política energética del gobierno de México es una gran negación que conforta los espíritus, pero inhibe el esencial acompañamiento crítico que académicos, intelectuales o luchadores sociales podrían aportar a un proyecto de transformación que es, pese a todos los pesares, el último dique de contención contra todos los intereses fácticos que deciden, casi siempre, por nosotros y contra nosotros. •