Las condiciones están dadas: por un lado, el imperativo planetario de abandonar en forma paulatina, pero sostenida, el uso de combustibles fósiles; por el otro, la creciente disponibilidad de tecnologías fotovoltaicas, eólicas e hidráulicas para una generación energética renovable y no contaminante, tecnologías que podemos llamar de nueva generación para distinguirlas de las grandes hidroeléctricas y las explotaciones geotérmicas tradicionales; adicionalmente, el impulso que la Cuarta Transformación imprime a la reconstrucción de un sector social de la economía que fue devastado por cuatro décadas de neoliberalismo, a la organización popular y a la recuperación del campo como uno de los pilares fundamentales del quehacer nacional en todos los órdenes.
En el campo se encuentran los tejidos sociales comunitarios –comunidades, ejidos, cooperativas– capaces de desempeñarse, en conjunto, como actores centrales del sector energético. En el campo hay sol, vientos, corrientes de agua y grandes extensiones de terreno para explotar la generación fotovoltaica, la eólica y la microhidráulica y para colocar las instalaciones requeridas. En el campo existen grandes cantidades de biomasa susceptible de ser convertida en combustible y gas. La integración de la organización social con las tecnologías puede dar pie al establecimiento de una generación distribuida basada en decenas o centenas de miles de unidades autónomas y autosustentables de producción eléctrica.
Este modelo puede replicarse en las ciudades con otra clase de actores: la vecindad, la manzana, el barrio y el multifamiliar. En lugar de apostar por una generación distribuida basada en la instalación de páneles solares en los techos de las viviendas unifamiliares, debe impulsarse la generación en colectivo.
Hace unas décadas habría sido impensable, por la complejidad tecnológica y la escala de los recursos involucrados, que una comunidad se hiciera cargo de una hidroeléctrica, una termoeléctrica o una refinería. Eso dejaba al Estado como único agente energético y, a partir de la irrupción neoliberal, a los grandes consorcios privados. Pero actualmente es viable la propiedad y gestión comunitaria de pequeñas instalaciones solares, eólicas, microhidráulicas, geotérmicas o ingenios reconvertidos que pueden satisfacer las necesidades de consumo doméstico, iluminación, riego y bombeo, así como de biocombustibles líquidos y gaseosos.
Tanto en el espacio urbano como en el agro no sólo se trata de aprovechar los tejidos sociales existentes sino también impulsar la formación de nuevas formas de convivencia y cooperación para el diseño y la instalación de sistemas, la administración de la energía, el mantenimiento, la planeación, el financiamiento y la fiscalización. Ello conlleva necesariamente la socialización de conciencia energética y ambiental y también, a fin de cuentas, la conformación de una soberanía energética popular y comunitaria capaz de resistir los embates presentes y futuros de la política y del mercado y los afanes siempre depredadores.
Buena parte de la electricidad de baja tensión y una parte sustancial de las gasolinas puede ser aportada por unidades de producción autónomas, lo que reduciría la carga del sistema eléctrico nacional en materia de producción, distribución, cableado y administración, dejándolo como único responsable de las tensiones media y alta orientadas a los servicios, la industria, el comercio y el alumbrado público de centros urbanos.
En la medida en que exista una multiplicidad de estas unidades de producción distribuidas por todo el país, podrá resolverse el problema toral de la carga para vehículos eléctricos: cada una de esas unidades podrá comercializar sus excedentes por medio de centros de carga orientados principalmente al transporte colectivo. Una política pública orientada a fomentar la constitución de cooperativas de transporte y de talleres de conversión y reparación es la base necesaria para emprender la transición a gran escala de los motores de combustión interna a los vehículos eléctricos, no centrándola en el automóvil particular –de esto se encargará la industria mundial– sino en buses y microbuses de recorrido fijo. Con ello se lograría además contrarrestar las mafias y cacicazgos que dominan el panorama del transporte foráneo.
Ciertamente, el objetivo prioritario y acuciante hoy en día es reconstruir, defender y fortalecer la Comisión Federal de Electricidad y Petróleos Mexicanos, restituirlos en su función de palancas del desarrollo, el bienestar y la soberanía nacional. El saneamiento financiero de estas dos empresas del Estado –lo que implica tanto limpiar la corrupción como liberarlas de contratos leoninos e incluso ilegales heredados de las presidencias neoliberales– liberará los recursos requeridos para una reindustrialización orientada a la masificación de las energías limpias y renovables, impulsar el surgimiento de un sector social de la energía y emprender sobre bases colectivas y comunitarias una transición energética democrática, desde abajo y que no deje atrás a nadie. •