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México en el centenario de Cintio Vitier
A

l recibir el Premio Juan Rulfo en 2002, el escritor cubano Cintio Vitier agradeció al autor de Pedro Páramo haber creado el reino invisible de Comala y convertir la muerte en palabra viva para nosotros, con su profundo ­reclamo de justicia universal.

Fueron esas las últimas palabras del texto que Cintio leyó en Guadalajara, hace 19 años. Las recuerdo perfectamente porque él me comentó unos días después, ya de regreso en La Habana, Cuba, por qué lo hacía tan feliz recibir el premio que lleva el nombre del sobrio, liso, almado, resucitado en vida, increíble Juan Rulfo. Él puso en circulación las voces trágicas y desarraigadas de los desposeídos del pasado, pero esos ecos rebotan en el presente de un mundo que funciona como una máquina de gestación de excluidos.

Poeta, ensayista, novelista, pedagogo y traductor, Cintio ha cumplido este 25 de septiembre sus primeros 100 años. Murió el 1º de octubre de 2009, pero sigue siendo recordado como un hombre de extraordinaria generosidad, de una ética irreductible y una de las voces más profundas de la cultura cubana del siglo XX.

Por estos días no han faltado en Cuba los homenajes de muchos que lo conocieron, de su familia de músicos y poetas, de sus compañeros del Centro de Estudios Martianos, de quienes aman la literatura y de los que se adentran en la obra de José Martí, de quien fue un iluminado estudioso. Formó parte de uno de los proyectos literarios más importantes de Hispanoamérica, la Revista Orígenes, fundada por José Lezama Lima y donde publicaron grandes exponentes de la poesía en lengua castellana, como el propio Lezama, Fina García-Marruz (viuda de Cintio) y Eliseo Diego (también Premio Juan Rulfo, en 1993). Fue esta una generación poética nacida sobre un desierto cultural –el de los años 40 y 50 en Cuba–, y la que esgrimió como cuerpo común sus convicciones literarias, espirituales y éticas, convencida de que la poesía era ya una revolución en sí misma, y viceversa.

En aquellas conversaciones que tuvimos tras recibir el Premio Juan Rulfo, Cintio recordaría con orgullo el número especial de la primavera de 1947 que le dedicó a México la Revista Orígenes, cuyo editorial comenzaba subrayando el decoro de la expresión y de la sensibilidad observables en México, en forma ya tan mantenida a través de los años que se gana la total estimación de los otros pueblos de América. Colaborarían Alfonso Reyes, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Efraín Huerta, Alí Chumacero y otros. Paz festejó la poesía de Vitier, esplendorosa y profunda, que lo confirma como uno de los poetas centrales de mi generación.

Cintio se asombraba de que en México no se hubiera estudiado suficientemente a Manuel Mercado, mi hermano muy querido, el más querido de José Martí, como lo llamaba el héroe nacional cubano. El mexicano conservó 141 cartas en las que Martí se confiesa como con nadie, al punto de revelarle, horas antes de morir, que su misión era impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extienda por las Antillas Estados Unidos y caiga, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Esas cartas asombrosas, dijo Vitier, están a medio camino entre la sensación, el sentimiento y el pensamiento, en un punto que “ni el poeta –decidido partidario del corazón– ni el orador, dominado por el Eros de la elocuencia, ni el ensayista o articulista doctrinario, pueden apresar”.

México es también el país que editó en 1975, por primera vez, Ese sol del mundo moral, ensayo histórico, filosófico y poético en el que Cintio abordó la forja de la nacionalidad cubana y afirmó que está sostenida por un fundamento ético concreto, la búsqueda de la justicia. Los primeros ejemplares de ese libro, publicado por Editorial Siglo XXI, se los llevó a La Habana nada menos que monseñor Sergio Méndez Arceo, obispo revolucionario si los hubo, quien desde Cuernavaca nos había enviado, sin conocerlo nosotros aún, los escritos del padre Camilo Torres, que tanto nos ayudaron en aquellos años 60 y 70.

Una de esas tardes, en su casa, Cintio me animó a leer Ese sol del mundo moral no como un ensayo ni como un libro de historia, sino como un texto filosófico. El que lee filosofía, dijo, levanta a menudo la cabeza, como hace un pájaro al beber, y medio en broma o medio en serio añadió: No como cualquier pájaro, sino como el de Comala, el que parece comentar burlonamente la génesis y el ocaso del mundo.