n algún párrafo de la fantástica (por más que, debido a su extensión, para mí inabarcable) biografía de Virginia Woolf, de Hermione Lee, libro en el que, aparte de vencerme, específicamente se refiere a los cuantiosos diarios de Virginia Woolf, sostiene (en mi traducción) que, “El egoísmo es con frecuencia el tema del diario. A la autora la inquieta la manera en que lo escribía. Y sus usos son variados: es un ‘barómetro’ de sus sentimientos, un almacén para sus recuerdos, un registro de hechos y encuentros, un campo de práctica para su escritura, un comentario del trabajo en proceso, y un sedante para la agitación, el enojo, o la aprehensión”.
Opinión o síntesis de Hermione Lee con la que concuerdo, por supuesto.
Estos variados usos del diario de una escritora (o de un escritor) abarcan la totalidad posible de los mismos, me parece.
No los he leído. Aunque, debo contar, que en una ocasión, en una librería de Madrid, con amplia selección de libros en inglés, los vi completos, incluso los apilé como pude entre los brazos y las manos, y, para mayor resguardo, abrazados contra el pecho. Estaba de veras emocionada de verlos y entusiasmada ante la posibilidad de comprarlos. Sin embargo, me encaminaba con ellos hacia la caja cuando reflexioné. Estaba yo al principio de un viaje, en la primera ciudad, el primer país, de nuestro recorrido planeado. Qué iba a hacer, me pregunté, con el espacio y el peso que ocuparía este tesoro en mi pequeña maleta. Así que, casi avergonzada, casi llorosa, di marcha atrás y los coloqué, en orden, en el estante del que los había entresacado.
Por otra parte, en otro párrafo, en este caso de la más que abarcable y ampliamente disfrutable antología de la totalidad de los diarios de Virginia Woolf, que, en 1953, preparó, presentó y publicó Leonard Woolf, nuestra autora de pronto piensa: Pero qué irá a ser de estos diarios, me pregunté ayer. Si me muriera, ¿qué haría Leo con ellos? No estaría dispuesto a quemarlos; no podría publicarlos. Bueno, quizá debería de hacer de ellos un libro, se me ocurre, y después quemar el resto. Sí me atrevo a decir que hay un libro en el conjunto; siempre que lo sobrante se retirara y los arañazos se limaran un poco. Dios sabrá. Esto me lo dicta la ligera melancolía que últimamente me afecta y me hace pensar que estoy vieja; que soy fea. Repito las cosas. Aun así, hasta donde sé, como escritora apenas a estas alturas me estoy expresando enteramente, sin reservas
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Confesión, ya que para nada creo que se trate de una coquetería, que, quién que lleve diario, no envidiaría, me pregunto.
Una determinante cuestión más que toda o todo diarista debería plantearse sería si, cuando muera, deja atrás a una pareja de toda la vida con quien cuente, y, por supuesto, quien sobreviva a la o el diarista, que por supuesto fuera como Leonard Woolf, persona confiable, bien dispuesta, noble, amorosa, desprendida, dedicada, comprensiva, conocedora.
Claro, existe la posibilidad de que no se tratara de una pareja con quien pudiera confiar o en quien cuenta, sino con una investigadora o un investigador que ya hubiera descubierto, con estas miras específicas, al diarista, incluso en vida, o en ciertos casos esperablemente en el futuro. Pero si fuera esta la situación de la o el diarista, no creo que el o la diarista habría escrito, ni pensado, lo que Virginia Woolf expone en el párrafo aludido.
Voy a destacar del diario de Virginia Woolf cómo y cuánto me llamó la atención que ella, nada menos que ella, dudara tanto de sí misma que de forma constante necesite reafirmar, ante sí misma, su propia valía.
Igual destacaría que, sin la menor traba, admita que antes que a nadie muestra a Leonard sus escritos con la necesidad de conocer su opinión. También habría que advertir que el grupo de amigos que rodeaba a los Woolf, asimismo sin traba, después de leerse, con toda honestidad se criticaran unos a otros, en ocasiones no de manera favorable.