Opinión
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Candyman
A

casi treinta años del estreno de Candyman (Bernard Rose, 1992), adaptación exitosa del relato breve The Forbidden, de Clive Barker, maestro británico del género de horror, surge ahora una secuela homónima, dirigida esta vez por Nia Da Costa, una realizadora afroamericana. Lo notable no es tanto el grado de fidelidad que esta nueva versión de Candyman (2021) guarda con la propuesta original, sino el modo en que incorpora al género de horror y suspenso muchas de las claves de protesta social surgidas en años recientes en una comunidad afroamericana agraviada por el racismo y el abuso policiaco. Estas referencias apenas pueden sorprender si se toma en cuenta que el productor y coguionista de esta nueva versión es el afroamericano Jordan Peele, realizador de ¡Huye! ( Get out!, 2017) y Nosotros ( Us, 2019), dos cintas que han roto paradigmas por su manera provocadora de dar una dimensión social al cine fantástico.

La acción de Candyman se sitúa de nueva cuenta en el complejo habitacional de Cabrini-Green, al norte de Chicago. El barrio que en la versión original era escenario de violencia entre delincuentes, se ha transformado ahora en una zona moderna, cada vez más sofisticada (gentrificación obliga), donde se multiplican las viviendas con diseños high-tech, los centros comerciales y las galerías de arte. Una primera parte de la cinta describe con ironía el terreno ahí conquistado por una comunidad afroamericana aspiracionista. Entre quienes protagonizan la historia destaca la pareja integrada por un artista plástico vanguardista, Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II) y su esposa, curadora de arte, Brianna Cartwright (Teyonah Parris). El primero sufre un bloqueo artístico, y durante una cena de amigos, el joven Troy (Nathan Stewart-Jarrett), hermano de Brianna, relata la historia de terror que pronto se volverá una inspiración providencial para el pintor. Se trata de una leyenda urbana en la que un asesino serial sembraba el pánico en ese mismo barrio ofreciendo a los niños caramelos con una navaja en su interior ( sweets for the sweet, se leía en los graffitis callejeros). Por medio de Troy, los guionistas ofrecen en pocos minutos a los nuevos espectadores de Candyman lo esencial de la trama original. El mito que generó el pretendido ajusticiamiento del asesino, también incluye la supersitición popular de poder invocar ahora su presencia repitiendo cinco veces su nombre frente a un espejo.

Candyman, en apariencia una historia de violencia irracional, en realidad tiene su origen en un viejo episodio de discriminación racial. En el siglo XIX un pintor negro, Daniel Robitaille, sostuvo una relación amorosa con su joven modelo blanca y padeció como castigo la tortura y la amputación de su antebrazo, colocándole luego sobre el muñón una masa de miel que lo volvería un enjambre de abejas asesinas. La representación del asesino ofrece la imagen perturbadora de un muerto viviente, con un aura de abejas sobre la cabeza, dotado de un garfio filoso que cercena las vidas de quienes, por provocación o imprudencia, insisten en pronunciar su nombre y poner a prueba su suerte. En esta ronda macabra de interacciones entre el mal y la ingenuidad de las víctimas, hay lugar también para el humor, como lo muestra la escena de un espejo que refleja, de cuerpo entero, a dos hombres repitiendo movimientos idénticos uno frente al otro –un tributo a una escena célebre de los Hermanos Marx en Héroes de ocasión ( Duck Soup, Leo Mc Carey, 1933).

El talento combinado de la directora y sus guionistas Jordan Peele y Wim Rosenfeld, consigue crear una atmósfera de suspenso creciente que deriva en franca angustia, al tiempo que endereza una crítica mordaz a un medio artístico narcisista donde Anthony Mc Coy obtiene mayor celebridad explotando en su pintura una turbia leyenda urbana que, cual un nuevo Frankenstein, amenaza con trastornar su vida. La cinta también alude, de un modo sutil, aunque no menos contundente, al clima de crispación que prevalece en una sociedad estadunidense expuesta al poder corrosivo de la brutalidad policiaca y la intolerancia racista. Que este nuevo Candyman sea obra colectiva de artistas en su mayoría afrodescendientes, muestra que el género de horror puede tener en el cine actual manifestaciones mucho más originales y complejas, así como un formidable impulso de renovación artística.

Candyman se exhibe en Cinépolis y Cinemex.