yer se hizo realidad uno de los temores que ha acompañado a la caótica retirada estadunidense de Afganistán: cuatro explosiones sacudieron distintos puntos de Kabul; tres de ellas se registraron en las inmediaciones del aeropuerto, donde miles de personas se aglomeran en el desesperado intento de salir del país. Hasta el cierre de esta edición, se reportaba que los atentados reivindicados por el Estado Islámico (EI) causaron la muerte a 60 afganos y 12 militares estadunidenses, así como alrededor de 150 heridos. La víspera, funcionarios de los países occidentales que mantienen presencia en la nación centroasiática habían alertado sobre la inminencia de ataques suicidas del grupo fundamentalista cuyas posiciones son incluso más extremas que las del Talibán, al que acusan de aplicar una versión poco estricta de la ley coránica.
La primera consecuencia de la barbarie desatada por el EI ha sido el fin de las operaciones de repatriación por parte de Francia, Holanda y Bélgica, un cierre que dejará atrás a personas susceptibles
de ser evacuadas. Además, ha demostrado de manera dramática que el Talibán dista de tener pleno control sobre el país, pese al fulgurante avance militar que le llevó a ocupar prácticamente la totalidad del territorio afgano en apenas unas semanas. Ahora está claro que los nuevos gobernantes deberán enfrentar no sólo a las facciones opositoras que han comenzado a reagruparse en varios distritos, sino también al previsible hervidero de grupos armados fuera de control que surgirá en el vacío de poder dejado por Estados Unidos y sus aliados. Se avizora, pues, un periodo de inestabilidad peligroso, especialmente para la población civil, abandonada a un terrible desamparo.
En tercer lugar, la masacre pone de nuevo en primer plano la tremenda irresponsabilidad con que Washington ha gestionado el fin de la guerra más prolongada de su historia. El que se consumaran unos ataques mortíferos de cuya inminencia estaban al tanto propios y extraños ilustra la impotencia de la superpotencia en los días finales de su retirada, y prueba de manera incontestable la futilidad de la llamada guerra contra el terrorismo
: en sólo dos semanas se derrumbaron, ante los ojos del mundo entero, dos décadas de ocupación en las que miles de millones de dólares y cientos de miles de vidas se perdieron en nombre de una democratización y un supuesto combate al extremismo que ayer exhibió su renovado y mortífero poderío.
El nefasto saldo de la presencia estadunidense en Afganistán es poco sorpresivo si se mira a otras naciones que han sido víctimas de su política exterior en lo que va de siglo. Irak, Libia y Siria son otros tantos ejemplos de países devastados por la necedad occidental de deponer a los gobiernos que no les resultan afines, cuyas poblaciones han debido pagar los costos materiales y humanos del aventurerismo neocolonial. En esta estela de destrucción, resalta el dato escalofriante de que tanto el Estado Islámico como el Talibán y Al Qaeda fueron fundadas por combatientes financiados por el propio Estados Unidos durante la guerra fría y en sus posteriores asedios a los regímenes de Irak e Irán, por lo que puede concluirse que los civiles afganos y los militares estadunidenses muertos ayer fueron alcanzados por un monstruo creado no en Kabul, sino en Washington.