Los jitomates ancestrales, infravalorado oro rojo de México, son ingredientes básicos en nuestra comida tradicional, en especial de las poblaciones rurales más pobres, además de una fuente importante de minerales, vitaminas (C, E y provitamina A, entre otras) y antioxidantes esenciales para prevenir múltiples enfermedades crónicas e infantiles, asociadas a la mala absorción de nutrimentos.
Por estas razones, representan un patrimonio natural y alimentario insustituible del pueblo de México, de la misma importancia que el maíz, el frijol y el chile. Sin embargo, su conservación no ha recibido la consideración merecida dentro del modelo prevalente de producción agroindustrial de alimentos, aunque somos el centro mundial de domesticación del jitomate, con cientos de variedades ancestrales que han crecido a lo largo del territorio por más de 1,300 años.
La producción de jitomate –aquí y en todo el mundo– está dominada por variedades híbridas de limitado valor genético y nutricional, seleccionadas con criterios de durabilidad comercial y tamaño del fruto, y producidas en monocultivo y con semillas comercializadas por transnacionales. Dentro de estos criterios se han ignorado factores como la resistencia al cambio climático, los insumos requeridos en la producción, la calidad nutricional, el sabor, el aroma y, sobre todo, su valor cultural.
Ello contrasta con la existencia de cientos de variedades ancestrales y nativas en nuestro país, adaptadas localmente, con una enorme variabilidad en rendimientos, sabores, perfiles nutricionales, tolerancia a factores ambientales y al estrés. Son fiel reflejo de la biodiversidad de México, pero también de nuestras extensas tradiciones agrícolas y gastronómicas ligadas a nuestra diversidad cultural.
Las variedades ancestrales de jitomate en México llevan siglos evolucionando conjuntamente con los saberes tradicionales de nuestros campesinos. Esta riqueza biológica y cultural es única en el mundo, pero no se le reconoce ni dentro ni fuera del país. Sin embargo, es de un valor incalculable para el futuro del cultivo.
A 500 años de la Conquista, cuando el jitomate llegó a Europa y de ahí al mundo, México no es sólo el pasado sino el porvenir del cultivo: muchos híbridos y variedades comerciales son frágiles y poco adaptables a situaciones adversas, con alto rendimiento sólo en condiciones óptimas de producción, energéticamente incosteables y climáticamente frágiles.
El cambio climático ya daña la cantidad y calidad de la producción del jitomate en México y el mundo, como en el Mediterráneo. Esto ha alertado a países industrializados a volver los ojos a las variedades ancestrales, más resilientes a las perturbaciones climáticas. La Unión Europea cuenta ya con programas para colectar, caracterizar y proteger los jitomates del Mediterráneo, con la idea de desarrollar a futuro variedades tolerantes a condiciones adversas.
En contraste, México aún no documenta el valor genético y cultural de sus jitomates, no sabemos cuántas variedades ancestrales tenemos, no se ha explorado por completo ni un solo estado de la república, ni se cuenta con un programa de conservación en las parcelas y lugares de origen, y la conservación en bancos de semilla es muy limitada.
A diferencia del maíz, no existe un programa nacional que promueva la conservación, caracterización y apreciación de los jitomates ancestrales. Es muy preocupante que tampoco contemos con un recuento de nuestras semillas nativas, que las proteja de la biopiratería, en beneficio de nuestros campesinos, sus custodios por miles de años.
A menos que la conservación, caracterización y revaloración de estos recursos se vuelva prioritario como parte de una política agroalimentaria de protección, corremos el alto riesgo de que la diversidad de jitomates de México y los conocimientos tradicionales en torno a su cultivo se los apropien grandes corporaciones transnacionales, o de que se pierdan por la presión de la agricultura industrial, que ha desplazado su consumo y producción local y ha hecho del saladete –cuya semilla es comercializada por transnacionales– la variedad predominante.
La pérdida de la agrodiversidad de jitomate mexicano sería irreparable. México requiere de un plan a largo plazo que genere vínculos y compromisos entre instituciones de investigación y todos los actores involucrados en la producción y consumo de jitomates ancestrales, para conocerlos, revalorizarlos y preservarlos como un acervo fitogenético con el que ningún otro país cuenta.
Cultivos ancestrales como el jitomate, muy nutritivos y adaptables a las necesidades y sistemas de producción locales, pueden además contribuir a recuperar la soberanía alimentaria. Así, nuestra nación seguiría haciendo aportaciones únicas a la agricultura y a la alimentación mundial, preservando para futuras generaciones un patrimonio genético y cultural de incalculable valor en un escenario postpandémico de crisis alimentaria mundial. •