Opinión
Ver día anteriorLunes 8 de febrero de 2021Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
El último hombre, de Mary Shelley
D

ebemos a la escritora británica Mary Shelley (1797-1851) una de las primeras novelas del futuro, microbiológicamente apocalíptica, escrita muy temprano en el siglo XIX: El último hombre, publicado cuando ella tenía 29 años. A los 19 había ideado Frankenstein, y pasados los 20 la publicaba. La señora de Shelley vivió muy aprisa y dejó obra abundante. Admirada o temida en su tiempo, debió superar tres grandes obstáculos que aplanaban su justo aprecio. El principal, desde luego, es Frankenstein, su best seller duradero y hasta proverbial, casi folclórico; un relato sin duda genial, y corto, que en 200 años ha tenido millones de lectores. Sus otros dos obstáculos, que pudieron ser lápidas, pero los venció en vida, son su ilustre pasado intelectual y su temprana experiencia matrimonial. Fue hija de Mary Wollstonecraft, pionera del feminismo, quizá la pensadora más radical del siglo XVIII, y del político y escritor William Godwin, gurú de las nuevas generaciones en el albor del romanticismo.

El tercer obstáculo fue su marido, el poeta bienamado de las letras inglesas Percy Bysshe Shelley, de quien recibió una iluminación determinante y el apellido, aunque la dejó viuda muy pronto, en 1822, luego del escandaloso romance a sus 18 años con un autor casado y célebre, ferviente seguidor de Godwin, y ella una hija un tanto abandonada. A su madre no la conoció, pues falleció al parirla, así que sólo supo de ella leyéndola, y le aprendió bastante. Como aprendió a su esposo y al otro poeta mayor de su tiempo, Lord Byron, gran amigo de Shelley; ambos mueren jóvenes. Para cuando se edita El último hombre, en 1826, Mary es la única sobreviviente del círculo y se adentra sola en el futuro.

Hoy estamos acostumbrados, hasta saturados, de historias apocalípticas con epidemias, desastres y guerras terminales. Últimos hombres, mujeres y niños pululan películas y grandes novelas, de Phillip K. Dick a Tatiana Tolstaya y Cormac McCarthy (cuya La carretera, 2006, es una desoladora obra maestra). Mary Shelley se les adelantó siglo y medio, fechando el fin de la humanidad entre 2097 y 2100.

Admitamos que hace dos siglos los elementos fantásticos y científicos para imaginar el porvenir estaban muy lejos de lo que hoy sabemos. Vamos, El último hombre antecede a Julio Verne. Imagina un futuro parecido a su presente. El gran adelanto tecnológico es que se puede viajar rápidamente y llegar lejos… en globo. La trama transcurre en una Inglaterra ya sin monarquía que pugna por ser república. Los viajes a Europa (el Brexit no nació ayer) serán medulares y muy decimonónicos.

Se trata de una novela intelectual y romántica, que oscila entre Las afinidades electivas (Goethe) y Orgullo y prejuicio (Austen). El apocalipsis tarda en comenzar en la vasta novela, que nos ubica primero en la campiña inglesa, donde el protagonista, Lionel Verney, crece huérfano y sin familia. Aunque hijo del consejero favorito del último rey de Inglaterra, crece en un rancho y es todo un punk que caza faisanes en el terreno vecino, nada menos que la residencia de los hijos del ex monarca. Su hermana Perdita lleva en otro rancho una vida aún más miserable. Todo esto cambiará rápidamente al hacerse Lionel amigo entrañable de Adrian, el rey que no fue, y enamorarse de su hermana Idris, quien pudo ser princesa y será su esposa. Intrigas, discusiones políticas y morales, maquinaciones de la ex reina madre (de la casa de Austria) y a la postre agria suegra. Estará Lord Raymond, un ambicioso político, el tercero en discordia –pretende a Idris, y a Perdita, quien se casará con Adrian– y que hará una guerra en Constantinopla. Y Ryland, luchador que sueña con la felicidad del pueblo bajo. (Por cierto, también estamos antes de Marx).

Para el gusto moderno, El último hombre quizá se demora demasiado en los intríngulis de amor, desamor y jugarretas del destino, donde se ha identificado un trasunto de la propia vida de la autora, siendo Lionel su alter ego, Adrian su amado Shelley, y Lord Raymond, Byron. Ese mundo deriva al colapso, y el pobre Rayland, pronto gobernante de la república, naufraga al desatarse una plaga y precipitarse la población en la fosa común.

Lionel huye a Europa con su esposa Idris, a quien perderá, igual que a sus hijos, su hermana y sus amigos. Deja atrás un Londres desolado, corte de los milagros en guerra civil, prefigurando el recurrente Londres en ruinas del narrador China Mieville (nacido en 1972). Sin la desolación posnuclear de McCarthy, lo que idea doña Shelley es un mundo sin nosotros, donde las calles y las obras de arte sobreviven a los humanos, los campos están abandonados y los rebaños se vuelven silvestres. Sigue habiendo perros y barcos. Lionel pasa los últimos días del siglo XXI en Roma. Escribe su historia antes de navegar Mediterráneo adentro en busca de otros sobrevivientes. Triste y solitario, no se aburre. El mundo, propone T. S. Eliot, no terminará con un estallido, sino en un suspiro.