o cabe duda de que Twitter, Facebook, YouTube y demás plataformas empezaron en grande sus autoatribuidas funciones de gobierno: al eliminar o bloquear las cuentas de Donald Trump, enviaron al resto de los usuarios un mensaje inequívoco: si silenciamos al individuo más poderoso del planeta, podemos hacer otro tanto con quien nos dé la gana
. Y sí, pueden.
Hasta hace unas semanas el peligro de las redes sociales hegemónicas parecía constreñirse a su condición de grandes cosechadores de información que ha sido puesta al servicio de las agencias de espionaje de Estados Unidos y que regularmente es empleada en seguimiento comercial intrusivo en contra de los usuarios. A ello debe agregarse la arbitrariedad y la hipocresía con la que operan, un asunto más bien nebuloso e incierto, con muchas teorías de la conspiración y una inconmensurable torpeza en las decisiones –muchas de ellas, tomadas por algoritmos– sobre lo que se podía publicar o lo que no: por ejemplo, la proverbial mojigatería de Facebook, que contrasta con su tolerancia ante el tráfico de menores con fines de explotación sexual, que abunda en esas páginas; la tradicional opacidad con la que Twitter suspende usuarios; el patético celo de YouTube en la protección de derechos de autor y su obsecuencia ambiciosa –tráfico es dinero– con canales que difunden toda clase de basura seudocientífica.
Pero la censura a Trump tras el asalto al Capitolio del 6 de enero puso de manifiesto que ésas y otras redes sociales estaban dispuestas, sin que se sepa desde cuándo, a erigirse como árbitros mundiales de la corrección política, al margen de gobiernos, leyes, jueces y organismos internacionales. Esto no conlleva, desde luego, una defensa de las actitudes criminales del horrendo ex presidente, sino una reflexión de alarma ante la gestación de una dictadura de la verdad en manos de cuatro o cinco empresarios y sus pequeños ejércitos de operadores casi siempre invisibles y, por lo general, severamente deficitarios en entendimiento y criterio.
Aunque dejó un estado de devastación económica, institucional y moral sin precedente, la presidencia de Donald Trump es, en sí misma, una pesadilla que ha quedado atrás. En cambio, la pesadilla de unas empresas privadas casi omnipresentes y de un poder fáctico y ultracentralizado que le conceden o niegan el uso de la palabra a los ciudadanos de innumerables países, apenas está comenzando.
Semejante fenómeno es la coronación de un proceso que empieza mucho antes, con el predominio de Occidente, en general, y de Estados Unidos, en particular, en materia de hardware, software y conectividad. Las redes sociales son, en esa lógica, una suerte de cuarta capa
que consuma la asimétrica condición (concentración, por un lado, dependencia, por el otro) de las tecnologías digitales en el mundo actual. Al margen de lo que ocurre con las otras tres, es claro que la cuarta reviste un interés público que se contrapone con el enorme poder discrecional logrado por los poseedores particulares de la cuarta: el dueño del juguete tiene la facultad de expulsar del juego. Ello se explica por el predominio de un modelo económico que ha favorecido el desarrollo de servicios privados en detrimento de los públicos como por la desidia y la irresponsabilidad de las instituciones, las cuales, salvo por excepciones de inequívoco carácter policial, han dejado que la ley de la jungla regule las redes sociales.
En 2013, en Argentina, en el contexto de los esfuerzos integradores que por entonces realizaban la Celac y la Unasur, diversas organizaciones sociales iniciaron el proyecto de desarrollar Facepopular, una red social con interfaz semejante a la de Facebook, con el propósito de generar un canal de comunicación e interacción comunitaria sin las arbitrariedades y modelos de imposición de redes sociales diseñadas y operadas fuera de Latinoamérica por corporaciones multinacionales
. Facepopular hacía hincapié, ya desde entonces, en que, con su poder mediático y económico, esas redes imponen condiciones bajo las cuales el libre tránsito de información se ve entorpecido o tendenciosamente dirigido, limitando el acceso de los usuarios a la información y los vínculos de relación que están fuera de los objetivos de los accionistas o de sus planes de negocio
. Pero el proyecto no logró sobrevivir al desastroso periodo presidencial de Mauricio Macri.
Hoy, lo ocurrido con Trump, al margen de lo que se piense sobre ese individuo, hace evidente la necesidad de reconocer el interés público de las redes sociales, sacar a gerentes y consejos de administración de determinaciones políticas que afectan decisivamente al conjunto de las sociedades e impulsar el desarrollo de plataformas independientes de las lógicas empresariales y del poder del dinero.
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