uevas manifestaciones de protesta relacionadas con la pandemia de coronavirus que azota al mundo tuvieron lugar el fin de semana en Dinamarca, en dos ciudades de Holanda, en España y en Brasil.
Con el repunte invernal de los contagios de coronavirus, en diversos países se han recrudecido los descontentos sociales de todas clases: mientras algunos sectores reprochan, con o sin razón, una mala gestión de los recursos sanitarios ante la pandemia, otros, delirantes, enarbolan teorías de la conspiración según las cuales el Covid-19 no existe
, fue fabricado para controlar (o diezmar) a la población
, y las medidas de mitigación de la contingencia son inútiles
, un engaño
, o bien parte de un plan para controlar a la gente
.
Otro frente de malestar es el de las campañas de vacunación: hay inconformidades por los programas y calendarios oficiales de inoculación de la población, en particular por una lentitud que es atribuible en buena medida al ritmo de producción y abasto de los biológicos, pero también por injusticias reales o imaginarias en la manera en que se han establecido las prioridades con los distintos grupos poblacionales. En el otro extremo ha cobrado fuerza la vieja y paranoica leyenda urbana que atribuye a las vacunas efectos devastadores y hasta mortales en la salud de quienes son inoculados, aunada a la que se empeña en explicar el brote epidémico de Covid-19 como un mero proyecto de negocios de las empresas farmacéuticas.
Con todo, las exasperaciones colectivas más preocupantes y sustantivas no están relacionadas con políticas de salud pública ni con teorías de la conspiración, sino con las desastrosas consecuencias económicas de las medidas de mitigación adoptadas para frenar el ritmo de las infecciones.
Las disposiciones de distanciamiento social y reclusión han dejado sin trabajo a centenas de millones de personas en todo el orbe, han acabado con negocios medianos y pequeños y han devastado de manera severa sectores enteros de las economías, como el de los servicios turísticos y el transporte aéreo.
Los gobiernos de la mayor parte de las naciones se ven atrapados, en este punto, en la difícil disyuntiva de reabrir las actividades productivas para permitir una recuperación, pero con el riesgo de provocar de esa forma rebrotes aun más severos de la pandemia, o mantener e incluso reforzar las medidas preventivas, con lo que colocan a grupos poblacionales en una situación de pobreza o de mera supervivencia.
La mayor parte de los estados han optado hasta ahora por buscar un equilibrio entre cierre y desconfinamiento, pero los resultados no son alentadores: las reaperturas parciales son insuficientes para impulsar la recuperación y el mantenimiento a medias de las medidas sanitarias preventivas no ha logrado reducir el ritmo de contagios en forma significativa.
De esta manera va tomando cuerpo, en buena parte del mundo, la perspectiva alarmante de una inestabilidad social y política que de manera inevitable agravaría la circunstancia de penuria económica y restaría fuerza y presencia a las instituciones gubernamentales ante la pandemia.
Sería, en suma, la devastadora conjunción de tres crisis distintas, pero interconectadas, capaz de provocar un trágico caos. Hoy más que nunca es necesario que los gobiernos actúen con sensibilidad y sentido social para atender los descontentos justificados y empeñarse en un rescate sin precedente de los más vulnerables.