ingular y anómalo, el país que nunca tuvo nombre, y que desde su nacimiento excluyó el vocablo democracia
en las poco más de 9 mil palabras que suman su Declaración de Independencia (1776) y Constitución (1787), junto con las 10 enmiendas (o Bill of Rights de 1791), y las 27 que añadió hasta 1992.
La primera de ellas: El Congreso no hará ley alguna por la que adopte una religión como oficial del Estado
. Un contrasentido, pues todos sus presidentes juraron frente a una Biblia. Y la segunda sostiene que no se violará el derecho del pueblo a poseer y portar armas
. Con lo cual, en aparadores, paredes y garajes de todo el país, las armas de fuego superan el total de su población.
Un país concebido para justificar el odio y el amor incondicional, y frente al que nadie ha permanecido indiferente. Recuerdo a mi viejo, por ejemplo, cuando comentó que había enviado 20 dólares a National Geographic, y la revista le devolvió un cheque por 20 centavos porque la suscripción costaba 19.80 dólares… ¡Sólo la estampilla costó 35 centavos!
, narraba papá con admiración. Un país serio
, añadió.
Sin embargo, aquel país serio
había erigido su grandeza exterminando a los indios malos primero, siguiendo con la sangre de millones de esclavos e inmigrantes, por no hablar de la explotación y destrucción de pueblos enteros en los cuatro puntos del globo. Y que a finales del siglo XIX, añadió a Estados Unidos
la expresión de América
para fijar, de polo a polo, su área de seguridad nacional
.
Una hermosa frase (¿populista?) de Abraham Lincoln: el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo
(Oración de Gettysburg, 1863). Pero la entidad llamada Estados Unidos de América
, siempre fue gobernada por sus enemigos. Y Francia, igualmente proclive a universalizar ideales políticos, la incluyó en la Constitución de la Quinta República francesa (art. 2, 1958).
Como fuere, parece poco atinado (y cómodo) el recurso de sumar peras y manzanas para desenredar la crisis estadunidense. Así, asociar la derrota electoral del trumpismo (o la victoria de Biden) con la caída de la república alemana de Weimar (1918-33), puede desconcertar al lector urgido de explicaciones simples, que no simplistas.
En ese sentido, las películas Pandillas de Nueva York (Martin Scorcese, 2002) y Lincoln (Steven Spielberg, 2012) permiten una aproximación veraz al fenómeno Trump
, y la esencia del capitalismo que los estadunidenses y el mundo llaman democracia
, su antónimo.
La primera transcurre en 1862, cuando los problemas de la época giraban en torno a la inmigración irlandesa y la Guerra de Secesión en curso, y narra la historia del enfrentamiento entre dos pandillas rivales: los Nativos
liderados por Bill Cutter, El Carnicero, y los Conejos muertos
, un grupo de inmigrantes recién llegados. Mientras la segunda gira en torno a las intrigas y entresijos de Lincoln, para la aprobación de la enmienda que abolió la esclavitud.
Ambos filmes dejan claro que la noción de fraternidad
, como bien apuntó Antoni Domenech (1952-2017), fue “un valor central en la ilustración europea […], pero nunca cuajó en Estados Unidos. Y es que los revolucionarios estadunidenses (como los europeos y los sudamericanos) hiperbolizaron la libertad republicana del mundo antiguo, reservando la democracia ateniense para la izquierda y la república romana para la derecha”.
Domenech sostiene que la democracia no es connatural al liberalismo
. Agrega: “No ha habido ninguna idea en el mundo contemporáneo más revolucionaria que la de democracia, porque democracia quiere decir gobierno de los pobres […]. Ningún Padre Fundador, en Estados Unidos se llamó a sí mismo demócrata, y han dicho cosas terribles contra la democracia”.
Las grandes crisis políticas (individuales o sociales, tanto da) obedecen a procesos intransferibles y únicos. Y se entiende, en principio, la tentación de recurrir al ejemplo de Weimar. Pero en la analogía subyace el equívoco, quedando la duda de si, hasta la llegada de Trump, las pandillas de Washington debatían sus cuitas en una suerte de socialdemocracia made in USA.
En el contexto referido, Donald Trump fue, en efecto, la quintaesencia de la democracia más pervertida de la política contemporánea. No obstante, dialécticamente, hemos de agradecerle que haya desenmascarado el sistema que desde 1776 se ofrece como paradigma de libertad
. A no ser (nunca faltan), los que por izquierda imaginan que partir de hoy, Joe Biden retomará sus ideales.