oy llega a su fin la presidencia más accidentada, extravagante, polarizante y peligrosa que registra la historia de Estados Unidos. Pese a todos sus esfuerzos para pasar por encima de la voluntad popular y lograr que alguien –tribunales locales o federales, el Congreso, el vicepresidente– anulase el contundente triunfo electoral de su rival demócrata, Donald Trump abandonará hoy la Casa Blanca para poner rumbo a su complejo de golf de Mar-a-Lago en Palm Beach, Florida, donde pasó buena parte de su periodo como dirigente formal de los destinos de la mayor potencia militar del planeta.
Los que concluyen fueron cuatro años de una destrucción institucional sin precedente en el país vecino. Trump no creó, pero sí se encargó de ahondar hasta niveles insospechados una fractura sociopolítica que no podrá cerrarse a corto plazo: mediante políticas regresivas, autoritarias, racistas, xenofóbicas y misóginas (en suma, un catálogo de la agenda ultraderechista), el magnate forjó un gobierno ineficiente e incoherente, así como un país abocado al desastre, con un grado de polarización en el cual es virtualmente imposible entablar el diálogo cívico que da vida a las democracias.
Lo ocurrido en el ámbito interno tiene un correlato no menos catastrófico para Washington en la arena internacional. En su entendimiento chovinista y cortoplacista de la máxima Estados Unidos primero
, Trump arremetió contra todo tipo de organismos multilaterales, alienó a sus propios aliados, estimuló los acercamientos entre sus rivales, y lastimó hasta donde le fue posible las causas ambientales, los derechos de nueva generación, el multilateralismo y el principio de autodeterminación de los pueblos. Entre las simas de la política exterior de su administración debe mencionarse, en primer lugar, su actuación en Medio Oriente, desde el ignominioso traslado de la embajada de su país a Jerusalén, pasando por el asesinato del general iraní Qasem Soleimani, hasta su complicidad con el régimen genocida de Riad. Otros puntos bajos fueron su inhumano tratamiento del tema migratorio, el apoyo a Rabat en su ocupación ilegal del Sahara Occidental, el reforzamiento del bloqueo criminal contra Cuba, o el esperpento golpista de Juan Guaidó y sus secuaces en Venezuela, a quien el equipo de Joe Biden ya anunció que seguirá presentando como presidente
, en una ominosa señal de continuidad imperial.
Todo ello encierra una paradoja: al atacar en forma sistemática el delicado equilibrio de la OTAN, alejar a aliados estrechos como Canadá y Alemania o emprender la absurda guerra comercial contra China, el magnate debilitó de manera ostensible la hegemonía estadunidense. Con todo el daño que causaron estos desbarajustes, no se puede negar que el declive del poderío de Washington tiene as-pectos positivos, como la posibilidad de cons-truir acuerdos regionales al margen del omnipresente ojo imperial. Asimismo, debe destacarse que el afán de aislamiento del trumpismo se reflejó en una presidencia poco belicista en comparación con la mayoría de sus antecesoras, durante la cual no se iniciaron nuevos conflictos a gran escala e incluso se redujo la presencia de tropas en varios escenarios.
Para México, ese desinterés por los asuntos globales se tradujo en una significativa disminución del intervencionismo. De ningún modo puede soslayarse el agravio de su discurso antimexicano, condenable desde cualquier perspectiva, pero el hecho es que estos cuatro años supusieron un respiro para el Estado mexicano en una historia centenaria de presiones, injerencias e incluso agresiones militares por parte de nuestra nación vecina.
Es mucho lo que puede decirse del paso de Donald Trump por el Despacho Oval, pero al final de cuentas habrá consenso en que la máxima virtud de su presidencia fue haber durado sólo cuatro años.