Recuerdos // Empresarios (CXLIII)
¿E
l mejor de los toreros?
Así escribía parte de su escrito el gran cronista Gregorio Corrochano al referirse a la sensacional Conchita Cintrón, al verla torear pie a tierra en la plaza de Melilla.
“En primer lugar, conoce al toro, mide su fuerza y aprovecha sus querencias. Nosotros la hemos visto con un toro manso con querencia hacia dentro y sin vacilar. Lo toreó de muleta, dándole los terrenos de dentro. Quien la haya visto torear de muleta habrá observado que no la coge por el pico del palillo, sino por el centro y cuando el toro manso o tardo no arranca, le anda al pitón contrario, se cruza con los toros. No torea de perfil, como ahora es moda y también alivio de líneas paralelas que no se encuentran. Con la muleta es formidable: adelanta la mano, tira de los toros y remata los pases. Yo la he visto torear de muleta y gustándome extraordinariamente a caballo, me gusta más con la muleta.
“En Melilla, la actuación de Conchita Cintrón ha sido como un clamor. Esta preciosa placita nueva tiene ya una novia. No va a ser fácil organizar oros en Melilla sin contar con Conchita Cintrón, y es que pocas veces se ve ya vibrar una plaza con el afán que se vio este día la de Melilla. Pero no se hagan ilusiones los melillenses. Esto que han visto ayer no es probable que vuelvan a verlo, ni aunque vuelva Conchita Cintrón.
La señorita Conchita tuvo la gentileza de brindarme un rejón. Mas me agradaría que un día tuviera ocasión de brindarme una faena de muleta. Yo le brindaría mi crónica, que hubiera podido ser ésta, pero no lo es. El teniente general Varela fue el brindado por ella y por los novilleros.
(Gregorio Corrochano).
***
“Entró Monasterio en el salón del Vel d’Hiver.
“Señorita –informó–, el señor Camara manda decir que faltan 10 minutos para la corrida. Como en la jaula no tenemos callejón, estaré en el primer burladero.
“La jaula era el recinto en donde toreábamos en París. Una gran jaula de leones.
“La perspectiva de los periodistas me afligía; era preferible esperar el momento exacto.
“Avíseme dentro de cinco minutos –contesté.
“Alto, altísimo más bien, delgadísimo y poseedor de la nariz de Cyrano y de cierto gusto por la literatura, Monasterio era un mozo de espadas ideal. Siempre que llegábamos a un pueblo parábamos en la Plaza Mayor y describíamos su físico, alguien sabía informarnos de su paradero. Presumía él que nunca había comido un plátano y nosotros perdimos horas convenciéndolo de que quebrantara su ayuno. Era un buen amigo, pero nunca perdonó a cierta persona que se hizo amigo de él en América del Sur y le escribía todas las semanas. Nunca lo perdonó porque un día descubrió que el señor era un admirador mío que no tenía otra manera de saber cómo estaba yo y dónde me encontraba.
“Faltan diez minutos –había dicho Monasterio–, diez minutos de recuerdos podían encerrar todos nuestros viajes a América, los aeropuertos silenciosos y nocturnos de la ruta, la neblina de Santa María, la nieve de Gander, el viento helado de Nueva York y, por fin, el delicioso calor tropical en Miami y Cali, Panamá y Guayaquil. Diez minutos podían encerrar una vida. ¿Una? ¡Varias vidas! ¿Cuántas se habían perdido, cuántos amigos habían caído, entre feria y feria de Sevilla?
“Félix Guzmán, el bravo Carnicerito de México, el novel Joselillo, Eduardo Liceaga, ¡pobrecillo! Éste había dado la vuelta al ruedo conmigo, la víspera, en Badajoz. ¡Estaba tan contento! Triunfó, cortó orejas y yo, al mirarlo recordé la primera vez que se había vestido de luces en un pueblo de su México, en Chihuahua. Murió al día siguiente en San Roque. Manolete también había perecido en el mar inmenso de la afición. Recordaba perfectamente el lugar donde me encontraba al recibir la noticia: en Alfeizearo, debajo de una parra, junto al almacén. Las uvas eran negras y gordas, hacía un lindo día.
“A Manolete le ha matado un toro en Linares –fueron las palabras que me dijeron–, y sentí algo impresionante, algo de grande, como si me dijeran que se había desmoronado la catedral de Burgos.
Una lamparita, en el pequeño oratorio de la casa de don Antonio Miura, revivió, durante mucho tiempo, la tragedia de Linares.
(Continuará) / (AAB)