n Cuba, como en México y otros países donde gobierna la izquierda, no sólo se está bregando con el drama de la economía en tiempos de Covid, sino con el acto difícil de la afirmación no nihilista de la vida. El paradigma actual intenta imponer que todas las figuras de la autoridad simbólica han declinado y se disuelven en el aire. La verdad, los imperativos éticos, los proyectos existenciales, las causas políticas, el sentido estético, ya no parecen disponer de ningún suelo firme.
Pero la memoria es terca y este viernes se inaugura en La Habana el Centro de Estudios Fidel Castro, dedicado a la investigación sobre la obra del líder histórico de la Revolución cubana, y que, por excepción, lleva su nombre. Antes de su muerte, el 25 de noviembre de 2016, expresó su voluntad, que cobró fuerza de ley, de que no se llamaran como él instituciones, plazas, parques, avenidas, calles y otros lugares públicos, ni que su rostro apareciera en condecoraciones, reconocimientos o títulos honoríficos.
Tuvo y tiene enemigos que han querido empequeñecerlo o lavar su biografía en la mojiganga nihilista del fin de las ideologías y de la historia. Hablando de estos asuntos la escritora española Belén Gopegui ha recordado que Fidel Castro no fue el fin, sino el comienzo de una nueva época en la que ya nadie podrá creer jamás en la declaración de un Estado, de un político, de un individuo, en abstracto. Se pedirán acciones. Se querrá ver cuáles son las acciones de quien usa las palabras. ¿Qué pasa en Cuba? Ojalá los grandes medios se preocuparan, no sólo en estos días, por saber qué pasa realmente en Cuba; al fin y al cabo, como ha dicho Fidel, el socialismo es la ciencia del ejemplo
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No le perdonan que además de encabezar una revolución en una isla escasamente conocida hasta 1959, Fidel se convirtiera por mérito propio en una figura mundial. Que fuera un animador permanente del Movimiento de Países No Alineados y que Cuba terminara siendo el vértice donde remataban los movimientos independentistas, a menudo convertidos luego en partidos de gobierno en las nuevas naciones de Asia y África. Cuba compartía la participación abierta en conflictos como el de Angola con una diplomacia que tejía lazos para que esa red pudiera ser ofensiva y defensiva al mismo tiempo. Sin el internacionalismo cubano bajo la dirección de Fidel Castro, dijo Nelson Mandela, no se habría producido entonces el fin del apartheid. Hablaba la voz moral de África, un símbolo que proyecta una larga e incómoda sombra en el depresivo nihilismo del mundo actual.
Hay mucho que estudiar de esa relación del líder cubano con los procesos revolucionarios en los últimos 70 años, pero el pasado nunca es sólo patrimonio colectivo, sino intransferible experiencia personal. Por suerte, el Centro de Estudios Fidel Castro no es un mausoleo, sino un lugar vivo en el cual caben el análisis erudito y las historias que vivieron en primera persona cubanos de todas partes, que resisten las falsedades de las redes sociales convertidas a ratos en una especie de basurero universal y que impiden que muchos nos subamos en el tren sin retorno de la memoria al olvido.
Como tantos periodistas en Cuba que compartimos decenas de reuniones y encuentros con Fidel, tengo mis propias historias para capear el temporal nihilista. La última vez que lo vi fue el 25 de diciembre de 2010, ya retirado de los cargos oficiales. Él seguía cada detalle de la epidemia de cólera que hacía estragos en Haití, y se comunicaba regularmente con la brigada médica cubana en ese país, en particular con un grupo de graduados de la Escuela Latinoamericana de Medicina, que recorrían zonas donde no había llegado ninguna expedición sanitaria.
Fidel Castro hacía todo tipo de preguntas sobre los habitantes del lugar: quiénes vivían allí, qué enfermedades padecían, si tenían alguna instrucción, qué comían, cuántos niños, ancianos, mujeres embarazadas; si el río tal o más cual era caudaloso, qué vegetación, qué temperatura, cómo afectó el terremoto del año anterior... la brigada llevaba poco tiempo, pero era evidente que se había preparado para el duelo con un curioso insaciable. El teléfono tenía el altavoz activado y seguíamos el hilo de la conversación, en presencia de Dalia, la esposa de Fidel.
En lo que parecía ser el cierre del diálogo, él quiso saludar, uno por uno, a los integrantes de la brigada. Escuchamos varios acentos latinoamericanos que hablaban animadamente de su familia, el pueblo donde nacieron, los sueños de regresar a trabajar a su nación. Uno de ellos estaba notablemente emocionado: ¿De dónde eres, mijo?
De Bolivia
, respondió el muchacho tras una pausa larga: “De Valle Grande, comandante. De La Higuera, donde mataron al Che” A partir de ese momento, el joven no pudo pronunciar más palabras.
Nunca olvidaré la expresión del viejo guerrillero, el gesto de incredulidad y admiración, como si la posibilidad de encontrar un médico como Ernesto Guevara, nacido en La Higuera, formado en La Habana y salvando vidas en Haití, fuera un hecho al margen de Fidel Castro y de sus infinitas posibilidades combinatorias para el futuro.