n su intervención durante la Cumbre sobre la Ambición Climática, el secretario general de la ONU, António Guterres, exhortó a los gobiernos del mundo a declarar un estado de emergencia climática
como acción simbólica para concientizar sobre el peligro del calentamiento global. El líder de las Naciones Unidas señaló que la crisis económica provocada por la pandemia de Covid-19 no debe impedir el cumplimiento en los objetivos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI).
La cumbre, organizada para conmemorar el quinto aniversario del Acuerdo de París, busca relanzar los históricos compromisos asumidos por los jefes de Estado para reducir sus emisiones de GEI y avanzar hacia la neutralidad del carbono, es decir, una situación de equilibrio en la que no se emiten más GEI de los que la naturaleza puede absorber. Aunque cada país se fijó metas según sus posibilidades económicas y sus realidades políticas, el objetivo general era –y sigue siendo– recortar las emisiones de carbono de tal manera que a fines de siglo la temperatura global no aumente más allá de 2 °C con respecto al promedio existente antes de la era industrial, un umbral más allá del cual la Tierra sufriría cambios catastróficos e irreversibles que amenazarían a la propia subsistencia humana.
Como es sabido, la ambiciosa agenda acordada en 2015 se estrelló apenas un año después con la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump, quien retiró del Acuerdo a su país (el segundo mayor emisor de GEI de la actualidad, y el primer lugar histórico) y emprendió una política que parece diseñada para contradecir en cada punto el consenso científico en torno al cambio climático y sus consecuencias. Asimismo, la emergencia sanitaria del coronavirus obligó a canalizar ingentes recursos tanto a los servicios médicos como a distintos programas destinados a paliar los efectos económicos del confinamiento y el distanciamiento social sobre millones de personas.
Pero está claro que el incumplimiento de los acuerdos va más allá de los dislates del mandatario estadunidense saliente, o del imprevisible trastocamiento de la pandemia sobre cualquier plan o intención gubernamental. Así lo muestra que apenas 20 países hayan actualizado al alza sus compromisos, algo que todos acordaron hacer al cabo de un lustro. Las omisiones en el papel tienen graves repercusiones en las vidas de millones de seres humanos, así como en la preservación de ecosistemas enteros: los incendios forestales fuera de control en la Amazonia brasileña, Australia, Siberia y el estado de California; los devastadores huracanes que dejaron más de cuatro millones de damnificados en Centroamérica –y decenas de miles en México–; o las inundaciones en África y el sudeste asiático son escaparates trágicos que exhiben a la que termina como la década más cálida de la historia.
Ante tal escenario, sin duda cabe atender al llamamiento de Guterres y emplazar a los líderes del sector público y privado a que tomen todas las medidas a su alcance a fin de lograr la descarbonización de la economía. Esto implica, en primera instancia, superar definitivamente la era de los combustibles fósiles, impulsando la urgente transición hacia las energías renovables. Sin embargo, está igualmente claro que ninguna tecnología pondrá al planeta a salvo de la acción humana en tanto se sostenga ciegamente como única posibilidad de desarrollo a un sistema económico basado en el crecimiento infinito del consumo; en el lucro por encima de cualquier consideración ética o ambiental; y en la reducción de los bienes naturales, humanos y culturales a la categoría de meros insumos para su aprovechamiento por las corporaciones.