l secretario interino de Defensa de Estados Unidos, Christopher Miller, anunció ayer que esa nación acelerará la retirada de sus tropas de Irak y Afganistán, con lo que a partir del 15 de enero los contingentes en dichos países pasarán de 4 mil 500 a 2 mil 500 y de 3 mil a 2 mil 500 efectivos, respectivamente.
La reducción de la presencia militar estadunidense en esas naciones va en línea con las promesas de campaña del presidente Donald Trump, pero contraría las advertencias del anterior titular del Pentágono, Mark Esper, –remplazado por Miller la semana pasada–; del líder republicano en el Senado, Mitch McConnell, y del secretario general de la Organización para el Tratado del Atlántico Norte (OTAN), Jens Stoltenberg, quienes han señalado las consecuencias a corto y largo plazos de sacar a los soldados antes de generar las condiciones necesarias en la región.
La salida anticipada de las tropas estadunidenses de las naciones que invadió en 2001 y 2003, puede leerse, en primer lugar, como la expresión de un nivel de aislacionismo que Washington no había experimentado desde la época previa a la Segunda Guerra Mundial.
Esta política de dar la espalda al mundo fue uno de los motores electorales de Trump, y en el frente económico lo llevó a romper o renegociar importantes acuerdos en materia de libre comercio, así como a emprender guerras arancelarias, la más relevante de las cuales es la que mantiene contra China.
Sin embargo, no se trata de una idiosincrasia surgida con la llegada del magnate a la Casa Blanca, sino de una fuerza de importancia histórica que propició, por ejemplo, la ausencia estadunidense en la Sociedad de Naciones, antecesora de la Organización de Naciones Unidas.
En segunda instancia, la medida anunciada ayer constituye un inocultable abuso de poder en tanto fue adoptada apenas dos semanas después de que Trump perdiera las elecciones en las que buscaba relegirse, y a menos de dos meses de que deba ceder el Despacho Oval a Joe Biden.
Así, busca imponer a su sucesor un hecho consumado de amplias consecuencias y en extremo difícil de revertir, un acto insólito en las transiciones presidenciales estadunidenses, pero poco sorpresivo en el contexto de una administración que ha roto de manera continua las normas de la institucionalidad democrática.
En esto último no ha mostrado mejor comportamiento el virtual triunfador de los comicios del 3 de noviembre, pues se encuentra en plena formación de su gobierno, pese a que todavía no se le declara presidente electo, algo que sólo ocurrirá cuando el colegio electoral se reúna el 14 de diciembre.
Se asiste, pues, a una eclosión de incivilidad, de falta de sentido institucional e incluso de descontrol, que resulta muy preocupante cuando ocurre en la nación que ostenta la economía más grande y el mayor potencial militar del planeta. Por el bien de los 328 millones de estadunidenses, cabe esperar que esta crisis sea superada a la brevedad posible y dé paso a la reconstrucción de la –imperfecta– institucionalidad que solía darse por sentada en Washington.