a derrota del presidente Donald Trump en las elecciones del 3 de noviembre es un hecho irreversible. Fue lograda por la alianza tácita de fuerzas sociales diversas y hasta antagónicas, que hacía imposible la relección del magnate. Hasta ahora Trump no ha mostrado prueba del supuesto fraude y todos los pleitos presentados por sus abogados han sido desestimados, excepto uno, pero no modifica los resultados. La victoria de la fórmula Biden-Harris no es aplastante pero sí muy clara, como argumenté en este espacio el día posterior a los comicios ¿Adiós Trump?
Entonces ya se podían apreciar la victoria segura del dúo demócrata en varios estados fundamentales, o las tendencias favorables en otros, que podían proporcionarle el predominio en el colegio electoral.
La proclamación del triunfo de Biden por los medios de difusión hegemónicos, incluida la ultraderechista Fox, responde a una antigua tradición en un país donde no hay árbitro electoral nacional. De esa misma manera, como observó David Brooks, fue cantada la victoria de Trump en 2016, quien inmediatamente recibió encantado los reconocimientos. La tradición se interrumpe cuando el magnate se niega a aceptar el resultado publicado como sí lo han hecho todos sus antecesores. No sorprende esta actitud del neoyorquino, que varios habíamos pronosticado. Durante meses, él mismo desacreditó el voto por correo como fraudulento y aseguró que sólo podía perder la elección si los demócratas le hacían fraude. Era sabido que su narcisismo, alimentado por lunáticos como Pompeo, le impediría aceptar un resultado adverso y lo llevaría a atrincherarse en la Casa Blanca.
La eventual victoria de la candidatura presidencial de Trump no le convenía a un amplio abanico de fuerzas, distintas y en algunos casos muy opuestas entre sí. No le convenía a los financieristas globalistas por la imprevisible y conflictiva relación de Trump con los aliados tradicionales de Estados Unidos –en particular la Unión Europea–, por su apoyo y simpatía hacia ultraderechistas salvajes como Bolsonaro o sus homólogos europeos, o por su negativa a aceptar –aunque sea formalmente– las reglas del multilateralismo, que lo llevaron a abandonar el Acuerdo de París sobre el cambio climático, el tratado nuclear 6+1 con Irán, la Organización Mundial de la Salud y el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Tampoco las fuerzas de izquierda y progresistas de Estados Unidos aceptan, desde posiciones auténticamente democráticas, el unilateralismo de Trump, su desprecio por la democracia y los derechos humanos, su versión ultrasalvaje del neoliberalismo continental, sus posturas racistas, xenófobas, su reforzamiento cruel en medio de la pandemia de los bloqueos a Cuba y Venezuela, y su negación a la existencia del pueblo palestino, entre otros muchos atropellos que conforman una política cada vez más cercana al neofascismo. Varias de estas razones hacen también que los liberales, así como una mayoría de jóvenes, mujeres, negros y asiáticos, hayan votado por Biden. Los latinos, en su mayoría mexicanos, no como se esperaba; sólo 63 por ciento sufragó por el demócrata, pero ese partido no se ha ocupado de los iberoamericanos.
Es evidente que los millones de Wall Street y la maquinaria electoral demócrata no alcanzaban para derrotar a Trump. Fue decisivo el llamado a votar por Biden de Bernie Sanders, Alexandria Ocasio-Cortez y otros referentes progresistas del Partido Demócrata, sumados al impulso de Black Lives Matter y otras fuerzas sociales democráticas. Trump es un truhan, una persona ajena a la decencia. Pero es también un extraordinario demagogo, un gran comunicador, un conocedor de la sicología del estadunidense medio, que lo hacen un formidable candidato en un sistema en crisis terminal, con importantes sectores invadidos por la desesperanza, el miedo, las más hirientes desigualdades y, con frecuencia, una gran ignorancia. De alguna manera, el bribón saldrá, o será sacado a la fuerza, de la Casa Blanca antes del mediodía del 20 de enero de 2020. Pero si no termina encarcelado por uno o varios de los muchos procesos judiciales que tiene pendientes, seguirá en la política con el gran capital de sus seguidores, que no lo son de los políticos republicanos, los cuales dependen de él. En todo caso, el hombre se las ha arreglado para reunir el mayor movimiento de ultraderecha con tintes fascistoides en la historia estadunidense, un grave peligro que otros demagogos pueden utilizar.
Un gobierno de Biden puede parecerse al de Obama recargado y es el momento de armar una gran coalición, que una a todas las fuerzas democráticas y progresistas para exigir a Biden-Harris salud y educación gratuitas, drásticas medidas contra el racismo y la violencia policial, redistribución de la riqueza hacia abajo, un gran pacto verde, política internacional de paz y fin de los bloqueos a Cuba, Venezuela y otros países. Paradójicamente, es lo que acaso podría dar un poco más de vida política al capitalismo estadunidense.
Twitter: @aguerraguerra