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Chile: adiós al pinochetismo
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a brutal dictadura militar implantada en Chile en 1973 tuvo su debacle política en 1988, cuando la sociedad rechazó la permanencia en el poder del tirano Augusto Pinochet. Al año siguiente se realizaron las primeras elecciones democráticas en tres lustros y en 1990 se inició la llamada transición a la democracia. Pero aun en medio de la institucionalidad restaurada, Pinochet permaneció como comandante en jefe del Ejército ocho años más, y 12 adicionales como senador, a pesar de los múltiples procesos penales que hubo de enfrentar hasta su muerte, en 2006.

Pero en términos económicos, el modelo de la dictadura ha permanecido intacto desde su imposición en los años 70 del siglo pasado. Chile fue, de hecho, el laboratorio de experimentación de la depredación neoliberal y el primer país que la sufrió, antes incluso de los gobiernos de Margaret Thatcher, en Gran Bretaña, y de Ronald Reagan, en Estados Unidos. Ese modelo, que desmanteló derechos humanos y laborales, redujo en forma brutal el gasto social, abrió el mercado al libre comercio y dejó al Estado reducido casi por completo a tareas coercitivas, quedó plasmado en la Constitución pinochetista de 1980, que es la que a la fecha rige a la nación austral, y no sólo ha significado la perpetuación de la barbarie neoliberal, sino que representa una camisa de fuerza para el desarrollo institucional y democrático del país.

Tuvieron que pasar décadas y generaciones para que la sociedad chilena pudiera organizarse en una gran rebelión cívica, masiva y sostenida en contra del orden económico e institucional heredado por Pinochet.

Desde octubre del año pasado, la conciencia de que, independiente de los partidos que detentaran el poder presidencial y las mayorías legislativas, el modelo de nación ideado por la dictadura militar sigue vivo y representa la fuente de las brutales desigualdades y lacerantes injusticias, llevó a miles a las calles de las principales ciudades chilenas a protestar y a enfrentar la brutal represión ordenada por el gobierno de Sebastián Piñera, la cual se cobró una treintena de vidas, decenas de miles de lesionados e innumerables violaciones graves a los derechos humanos. Sin embargo, las protestas no amainaron sino hasta la lle-gada de la pandemia de Covid-19 y las medidas de confinamiento.

Pero el llamado estallido social logró en las calles lo que no se había conseguido en las urnas: el acuerdo de la clase política para someter a la consideración ciudadana la redacción de una nueva Constitución y la manera de integrar el constituyente encargado de esa tarea. Tras ser postergado varios meses por la emergencia sanitaria, el referendo correspondiente finalmente se llevó a cabo el domingo pasado, y en él una abrumadora mayoría se manifestó por la redacción de una nueva Carta Magna y por la elección directa de quienes habrán de llevarla a cabo.

Entre los aspectos positivos de este hecho histórico debe mencionarse el carácter paritario del Congreso constituyente a elegir y la inclusión en él de representantes de los pueblos indígenas de Chile. Los comicios correspondientes se llevarán a cabo en abril del año entrante.

Se abre, pues, una ancha vía para superar de manera definitiva el orden institucional, económico y social instaurado por el pinochetismo y para que Chile deje atrás el neoliberalismo salvaje que le fue impuesto por la dictadura militar. Cabe esperar que la sociedad chilena se dote a sí misma de una Carta Magna con sentido social, solidaridad, equidad, justicia y reconocimiento a los derechos de los pueblos originarios.