La milpa, el traspatio, los huertos familiares, las chinampas, la agricultura de ladera…, todos aquellos sistemas propios de las y los campesinos, de la gente en los pueblos originarios, son espacios de reproducción y paso transgeneracional de los conocimientos y la sabiduría campesina. Es allí donde los cultivos propios de México, o de Mesoamérica en conjunto, han venido conservándose y evolucionando para brindar a nuestro pueblo-nación –y al mundo entero– una enorme y diversa riqueza fitogenética y alimentaria.
El 15% de especies y plantas destinadas para alimento en el mundo nacieron en Mesoamérica, y si bien el maíz ocupa un lugar destacado –por su gran número de razas y variedades y por la enorme cantidad de platillos, más de 600, que en nuestro país tienen como base al maíz–, tenemos también para enorgullecernos al frijol, la calabaza, los chiles, las mieles, las hortalizas, frutas y otros más. Toda esta riqueza está ligada estrechamente a la gran diversidad cultural de nuestros pueblos indígenas.
Como lo ha documentado el doctor Víctor Toledo Manzur, las zonas megadiversas del mundo coinciden con aquellas que tienen mayor presencia de idiomas o lenguas indígenas. En México, los cinco estados considerados más ricos en términos biológicos (Oaxaca, Chiapas, Michoacán, Veracruz y Guerrero) son también los que contienen la mitad de los ejidos y comunidades indígenas del país. Cultura y alimentación van de la mano.
Hoy el Gobierno de México está tratando de virar respecto de tendencias productivas y mercantiles que impusieron las administraciones de las tres décadas pasadas; tendencias éstas de orden global que, enmarcadas en el libre comercio, la competitividad fiera y la avidez capitalista, han venido imponiendo el monocultivo, la presión productivista de la revolución verde; el uso indiscriminado de agroquímicos; el acaparamiento de tierras; la concentración en las fases de más valor de las cadenas productivas: insumos, industrialización, almacenamiento y comercio; la competencia desleal con precios dumping, y la llamada Food Inc. (recordemos un filme con ese nombre que describe la agricultura industrializada como fábrica desalmada de alimentos), con el maltrato animal y daño a los recursos naturales que eso conlleva.
Tendencias que además han trastocado nuestras culturas, comportamientos, formas de relacionarnos y salud pública, debido al cambio de nuestras dietas tradicionales (maíz, frijol, calabazas nopales, frutas, hortalizas frescas) por la llamada comida rápida o chatarra, y comidas aparentemente baratas, fáciles de conseguir y que no requieren esfuerzos para su preparación, altas en su gran mayoría en grasas saturadas, azúcar y sodio.
El viraje que está haciendo la Cuarta Transformación implica fortalecer la producción en manos de los campesinos, los mercados locales, la competencia justa, la participación del Estado en la regulación de mercados (con precios de garantía) y la transición a una agricultura más limpia, más sustentable (acción instrumentada en el programa Producción para el Bienestar y su Estrategia de Acompañamiento Técnico). Queremos alimentos sanos en nuestros platos, y ello implica recuperar formas de producción sustentables y justas.
¿Es viable? Sí. La agrobiodiversidad con que contamos da para eso y más.
En el caso del maíz –alimento emblemático de nuestra alimentación y de hecho de nuestro país–, contamos hoy día con 64 razas de maíz, del total de 220 presentes en América Latina. Dice Éckart Boege: “En paralelo al cultivo del maíz de la agricultura industrial, la mayoría de los campesinos mexicanos siembra maíz indígena o nativo y varios en policultivo, en lo que genéricamente se llama milpa, conservando y desarrollando los recursos fitogenéticos originales […]. Los maíces nativos están en su mayoría en las comunidades indígenas…” (La Jornada del Campo núm. 1, 10 de octubre de 2007).
La milpa destaca como reservorio de la diversidad, como sistema clave para la seguridad alimentaria de las familias campesinas. Ésta, agrega Boege, “es un conjunto de sistemas intensivos y semintensivos desarrollados sobre todo en las peores tierras, y los recursos fitogenéticos abarcan, según las zonas y agroecosistemas, distintas razas y sus variedades de maíces, frijoles, calabazas, chiles, jitomates, tomates, quelites, quintoniles, huauzontles, epazote, acuyo, chayotes, chipile, verdolagas, amaranto, camotes, girasoles, chía, agaves, nopales, aguacates, algodón, frutas tanto tropicales y de áreas templadas, etcétera”.
La milpa se desarrolla en todas las condiciones agroclimáticas del país, desde zonas montañosas, desérticas, tropicales, cálidas; tenemos milpa desde el nivel del mar hasta a las faldas del Popocatépetl e Iztaccíhuatl. Y junto con muchos otros sistemas agrícolas tradicionales, como los traspatios, huertos y las complejas chinampas, que se han desarrollado a lo largo de milenios, perviven hasta ahora en manos campesinas e indígenas a pesar de toda la embestida productivista.
La agrodiversidad mexicana está no sólo en maíces. Tenemos los frijoles, cinco especies domesticadas y por lo menos 70 variedades en México. Este cultivo es muy generoso, pues es rico en proteínas y a la vez fija nitrógeno en el suelo y ayuda a restablecer suelos erosionados, brindando posibilidades de desarrollo a otros cultivos. Y qué decir de las calabazas, que protegen el suelo contra la pérdida de humedad y evitan el surgimiento de malezas. Se consume toda la planta y aporta vitamina A y complejo B, además del caroteno contenido en su flor.
Hablemos de los quelites; suman más de 350 especies. Y de cada especie hay varios quelites. Son ricos en minerales, vitaminas, antioxidantes y ácidos grasos.
En hortalizas, México es muy rico; está entre los diez primeros países productores y entre los diez exportadores líderes. Contamos con más de 65 distintas variedades de hortalizas de raíz, de flor, de hoja, tallos, bulbos y de frutos; se producen en todo el territorio nacional. Asimismo, tenemos más de 63 frutos comestibles.
Como sociedad, ¿podemos hacer esfuerzos para cuidar y fomentar nuestra agrobiodiversidad? Sí. Demandar más y consumir más alimentos nuestros es una forma de hacerlo y, de paso, beneficiamos nuestra salud, nuestro medio ambiente y la condición y economía de los productores. •