a integración de una dirigencia estatutaria en Morena, que habría debido consumarse hace más de un año, se ha convertido en un laberinto que ha dejado al descubierto la profunda crisis que enfrenta ese partido, la falta de estatura política de sus liderazgos reales, así como la disfuncionalidad de los organismos electorales y del régimen de partidos en el país.
En la crisis confluyen el vacío de poder creado en el instituto político por su triunfo electoral de julio de 2018, que se tradujo en la pérdida de la mayor parte de sus cuadros y dirigentes, los cuales pasaron a ocupar cargos en la administración pública o de representación; la desbocada sed de poder de los líderes reales del partido, la sustitución de las asambleas democráticas por los pleitos judiciales y la lamentable injerencia del Instituto Nacional Electoral (INE) y del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), organismo este último que, desde octubre de 2019, ha emitido fallos contradictorios y, claro, intervencionistas, al punto de ignorar olímpicamente el estatuto partidista para fijar unas reglas del juego tan ambiguas como arbitrarias.
Así, el 21 de agosto pasado el TEPJF dispuso que la presidencia y la secretaría general del Comité Ejecutivo Nacional (CEN) de Morena, dos posiciones fundamentales en el control del partido, habrían de asignarse mediante encuesta abierta, la cual habría de ser organizada por el INE, con cargo a las prerrogativas del partido. Ello dio lugar, entre los aspirantes a esos cargos, a una disputa feroz en la que proliferaron las campañas de descalificación personal y el derroche de recursos de procedencia dudosa en campañas de posicionamiento. Salieron a la luz de esa forma, en el seno del partido que prometió una renovación de la vida pública, expresiones de incivilidad características de las prácticas que se pretendían erradicar.
Los episodios más recientes del deplorable espectáculo fueron el empate técnico
diagnosticado por el INE en la segunda fase de las encuestas entre dos aspirantes a la presidencia del CEN –Porfirio Muñoz Ledo y Mario Carrillo–, caracterizado, el primero, por su inopinada belicosidad contra integrantes del gabinete del presidente Andrés Manuel López Obrador, y el segundo, por su dispendiosa e incongruente campaña publicitaria en todo el territorio nacional. Todo ello, al margen del marco legal que el propio TEPJF debiera estar obligado a observar y hacer cumplir.
En tal circunstancia, los dos candidatos a presidir el partido se han trenzado en un intercambio de declaraciones hostiles, el tribunal electoral está empantanado en sus propios titubeos e inconsistencias y el INE, abocado a emprender una tercera encuesta de desempate de la que con dificultad podría emerger una dirigencia con autoridad y credibilidad entre la militancia de base. Así, Morena, lejos de contribuir al programa de gobierno que prometió, se ha convertido en un lastre para la Presidencia de López Obrador y para la consecución de los objetivos del mandatario.
Debe reconocerse, por lo demás, que en la crisis en la que están entrampados los morenistas se manifiesta la de un sistema electoral y un régimen de partidos que distan mucho de ser democráticos y han llegado al límite de su funcionalidad: sus reglas del juego no están concebidas para garantizar la participación popular y la representatividad social, sino para asegurar la perpetuación de una clase política burocrática, excluyente y parásita y para someter a los partidos al arbitrio de una tecnocracia electoral y de una judicatura que es en sí misma un grupo de interés.
En esta situación, la sociedad debe poner sobre la mesa la necesidad de una reforma política que permita avanzar hacia una democracia participativa, que es uno de los puntos programáticos fundamentales de la Cuarta Transformación.