Editorial
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EU: debate en medio de la crisis
E

l aspirante demócrata a la presidencia de Estados Unidos, Joe Biden, condenó ayer la actitud que exhibió su rival, el actual mandatario Donald Trump, en el debate que ambos sostuvieron el martes pasado. A decir de quien fuera vicepresidente durante los periodos de Barack Obama (2008-2016), el actual ocupante de la Casa Blanca se condujo de una forma que fue una vergüenza nacional, en referencia a la patente grosería de Trump en el encuentro, a su insistencia en recurrir a los ataques personales y también, desde luego, a su negativa a deslindarse del supremacismo blanco, particularmente el que enarbola la organización racista conocida como Proud Boys.

En rigor, Biden está en lo cierto respecto a su adversario, e incluso se queda corto en la crítica, pero omite su propia incapacidad para llevar adelante, a pesar de la previsible patanería del republicano, una exposición política serena y coherente, capaz de poner claramente a su favor la balanza de la ciudadanía, o al menos al sector mayoritario que está harto de los arranques atrabiliarios del actual presidente. Aunque de acuerdo con la mayoría de los sondeos de opinión realizados hasta la fecha el candidato demócrata va a la cabeza en la intención de voto, su ventaja dista de ser reconfortante y sólida, y parece más una consecuencia de las debilidades de su competidor que de fortalezas propias.

Lo cierto es que Estados Unidos se encamina a una elección presidencial en medio de una crisis cuádruple: sanitaria, económica, social y política, y que el primero de los tres debates acordados por los equipos de campaña de ambos candidatos no contribuyó a orientar al electorado ni a robustecer la credibilidad de un sistema electoral de suyo disfuncional, frágil y anacrónico y que no cumple las mínimas condiciones para considerarse democrático de acuerdo con criterios contemporáneos.

Ciertamente, una mínima lucidez social en el país vecino debiera inclinar la balanza a favor de Biden, así fuera sólo por sus propuestas en materia de políticas de salud pública, educación, control de armas y atenuación de la característica xenofobia trumpiana en las prácticas oficiales contra los migrantes y sus familiares. Además de las propuestas de política interna, desde la perspectiva estadunidense sería preferible la idea de reconstruir las alianzas estratégicas de la superpotencia que Trump se ha encargado de arruinar y de volver a dotar a la política exterior estadunidense del barniz de multilateralismo y respeto al derecho internacional que el republicano eliminó sin ningún recato.

Más allá de esos puntos, debe concederse que la presidencia de Trump no es tanto causa sino más bien consecuencia de la profunda degradación de la vida pública en la que se debate Estados Unidos, una degradación cuya responsabilidad recae, en primer término, en la clase política de la que Biden es un exponente destacado.

Por lo que hace a nuestro país, salvo por las tímidas ventajas que ofrece Biden en materia migratoria –y que son uno de los pocos puntos del programa demócrata en los que pudo influir el movimiento social progresista que encabeza Bernie Sanders–, nada hay de deseable en los aspirantes presidenciales. A pesar de la grave fractura política y social que Trump generó en la sociedad, tanto él como su rival demócrata coinciden en un consenso tan sólido que ni siquiera figura en el debate político: el violento, injerencista y depredador carácter de Estados Unidos en tanto que superpotencia.