nte el hecho, que muchos hemos visto con agrado, de que empresarios de gran postín estén pagando al fisco ahora enormes cantidades de dinero que legalmente debieron haber enterado en años anteriores, me ha llegado a la mente lo que me dijo una vecina de boato, casi a voz en cuello, cuando el PAN ganó por primera vez las elecciones del gobierno de Jalisco: Ahora sí llegamos los decentes a gobernar como Dios manda y se acabó la corrupción
.
Era difícil responderle con calma a quien estaba tan exaltada, pero alcancé a bajarle un poco la guardia diciéndole que a cada corrupto funcionario público priísta que recibía mordida, había un decente empresario panista que se la daba
. Lo recuerdo bien, a pesar de que eso ocurrió hace un cuarto de siglo, porque lo he repetido muchas veces.
Viene a cuento porque es una gran verdad, lo curioso es que, según aprecian algunos conocedores del tema, la hegemonía de los decentes, entre otras cosas, sirvió para que los porcentajes de corrupción fuesen mayores y la práctica se generalizara hasta rincones insospechados.
A partir de ahí, sería bueno que los decentes pensaran en su propia vida y formación y concluyeran lo que parece incontrovertible: la corrupción, el camino corto e ilegal que nos lleva a un fin, está presente en la vida, al menos de nuestras clases pudientes, desde edades muy tempranas y se incrementa en la medida que se crece: ingresar a un club o a una escuela; conseguir una mejor mesa en el bar o restaurante, etcétera. Cada quien puede hacer un poco de introspección y recordar cuántas veces ha recurrido a la mordida
, grande o pequeña, para lograr algo que se requiere o se desea.
Pero, escarbando en mis experiencias y en las ajenas, he llegado a encontrar en el confesionario católico una buena fundamentación y entrenamiento del ejercicio habitual de la corrupción.
Dejo a un lado las divertidas escenas de las que soy testigo a mesurada distancia de quienes justifican estacionarse, por caso, en lugar prohibido con el argumento de que van a misa…
Pero dentro del templo, en la oscuridad del confesionario y con el sigilo que garantiza el secreto a que está obligado el confesor, se producen, como si fuera lo más normal del mundo, la transacción para conseguir evitar el castigo ulterior por una conducta indebida, mediante el pago
en una suerte de moneda que son los rosarios
y los padres nuestros
con los cuales se salda la deuda sin que nadie se entere.
Asimismo, cabe reconocer que, a veces, la moneda que compra el perdón no son solamente los elementos litúrgicos referidos, sino pesos y centavos contantes y sonantes que son convocados por el generoso cura para los niños pobres
, las obras del templo
, la casulla del padre fulano
, y muchos otros motivos que ni siquiera pueden llegar a la imaginación del pobre laico que esto escribe.
La Iglesia católica, al menos en Jalisco y otras partes de México, ha visto reducir el porcentaje de sus fieles, en beneficio de otros ritos y del ateísmo, del agnosticismo o como se le quiera llamar. Sin embargo, su influencia en el quehacer cotidiano de la sociedad sigue siendo muy importante y, de la misma manera que se está preocupando por combatir la pederastia y el abuso sexual entre sus miembros, quizá debería revisar el trámite de la confesión para coadyuvar al desarrollo de una nueva ciudadanía menos identificada con la corrupción.