El Ecuador desde 2008 es reconocido constitucionalmente como Estado Plurinacional. Según datos censales, el 8% de la población nacional se reconoce como parte de una de las 14 nacionalidades indígena que existen en el país. La población indígena sigue siendo mayoritariamente rural, pero cada vez más con importantes niveles de migración interna e internacional. A nivel urbano, según datos de las organizaciones indígenas, alrededor del 30% de su población vive ya en ciudades.
El fenómeno migratorio obviamente no es algo nuevo. En la década de los 70, la demanda de mano obra en las ciudades aumentó con el inicio de la explotación petrolera lo cual atrajo población campesina indígena a las ciudades. Esto se acentuó con la crisis financiera de 1999 y la dolarización. Cientos de miles de ecuatorianos, entre ellos jóvenes e indígenas, salieron del país a Europa y EUA en busca de trabajo.
De otro lado, las necesidades insatisfechas en el campo, sobre todo referido al acceso a la tierra, es un factor recurrente en el traslado de la población rural a las ciudades. Según datos y estudios actuales, entre 2002 y 2012 existieron pocos cambios en la estructura desigual de la tierra: los pequeños y medianos agricultores representan el 84,5% de las UPA y controlan apenas el 20% del total de la tierra cultivable, mientras la agricultura empresarial representa el 15% de UPA y controla el 80% (Daza, 2015).
La tierra y el territorio son la base material fundamental para la reproducción socio cultural de los pueblos y nacionalidades indígenas. Esa estructura desigual necesariamente propicia cambios en los medios de sustento de la economía más allá de la agricultura, y esto a su vez implica cambios en la subjetividad por el abandono parcial o definitivo de las formas tradicionales de reproducción material dentro de las comunidades. Cada vez más, la población indígena joven ya no resuelve sus necesidades materiales y sociales solamente por medio de la agricultura. Las condiciones sociales y económicas han hecho que muchos busquen cubrirlas por medio de su inserción en el mercado laboral, sobre todo informal.
Los datos de empleo campesino indican que apenas el 20% tiene un empleo adecuado. Esa situación de por sí negativa se acentúa con la discriminación y el racismo en el acceso al salario. Cifras del año 2012 muestran que los trabajadores rurales indígenas ganaban 11,4% menos que sus pares no indígenas en los mismos ámbitos laborales (MIES, 2019). Desde el punto de vista del género, apenas un 5% de la población femenina en condición de trabajar tenía una ocupación plena, el resto está totalmente en la informalidad (Baéz, 2015).
Esas condiciones materiales en la que se desenvuelven los jóvenes indígenas en la actualidad complejiza los procesos de transformación de la subjetividad. Esas condiciones de explotación y discriminación determinan las formas, las prácticas y esquemas de acción referidos a la (re) actualización de los elementos que conforman su ser indígena. Es decir, por un lado, no hay garantías de reproducción material en el campo, lo cual provoca migración hacia las ciudades, pero tampoco en éstas se garantizan nada para ellos. En esas condiciones los jóvenes indígenas muchas veces escogen negar su origen e identidad, como una forma de defensa e inserción en un medio laboral o social hostil a ellos.
De todas formas, la población indígena joven es la que día a día pone en juego el drama de la (re) actualización de su identidad en condiciones de peligro inminente. Y lo hacen recurriendo a variadas estrategias de sobrevivencia, una de las cuales es la reconstrucción de formas de comunidad, que sirven de garantía mínima para la sobrevivencia física, cultural y emocional. Así, podemos encontrar diversas formas de asociación formal e informal –familiares, grupos culturales, deportivos, religiosos–, y a veces también la formación de barrios indígenas, que sirven de sustento para la reproducción socio cultural.
Pero a la vez, la migración juvenil influye en las formas culturales que se desarrollan en el campo. En la actualidad se puede apreciar un fenómeno de urbanización de lo rural que modifica las comunidades. Y son los jóvenes, quiénes van y vienen constantemente entre las grandes ciudades y sus comunidades, los que van modificando los esquemas y las prácticas culturales del ser indígena. Las comunidades rurales –o ya no tan rurales en términos socio culturales– van tomando variadas formas que conjugan conflictiva y tensamente lo “tradicional” y lo nuevo.
En esas nuevas comunidades, que se construyen en los campos y las grandes ciudades, se ponen en tensión elementos tradicionales (lengua, formas de relación social, creencias, etc.) que se conjugan con los propios de la ciudad y la modernidad, para conformar nuevas subjetividades o identidades en un proceso de conservación-transformación dinámico y complejo hacía un nuevo ser indígena, que no es ni tradición ni modernidad absoluta. La juventud indígena en la actualidad está en un tránsito complicado: vivir en dos mundos cada vez más interconectados. Y no se trata de lo uno o lo otro, sino de cómo re actualizar constantemente la identidad en nuevas y mejores condiciones materiales y sociales en las que se desenvuelven los jóvenes. ¿Cómo garantizamos eso? La experiencia de los pueblos y nacionalidades nos han dejado el legado de la lucha como único medio para autodeterminar las formas en cómo queremos seguir siendo lo que somos a pesar de los cambios. •