ara muchos historiadores, 1920 marca el final de la lucha armada, porque durante ese año, el presidente interino Adolfo de la Huerta (gobernó del 23 de mayo al 30 de noviembre) logró que se sometieran al gobierno o se pacificaran todos los rebeldes que se mantenían en pie de guerra contra el gobierno, tanto de origen revolucionario como Pancho Villa o Saturnino Cedillo (los zapatistas se habían unido a la rebelión encabezada por De la Huerta), como los contrarrevolucionarios mapaches
de Chiapas, felixistas de Oaxaca o Manuel Peláez, el mercenario a sueldo de las compañías petroleras anglosajonas. Al liberar al ejército de las campañas contra los rebeldes, se pudieron dar golpes decisivos al bandolerismo común. Dos días de ese año quiero traer a la memoria: el 21 de mayo y el 29 de julio.
El 21 de mayo un ex pelaecista (el mercenario de las empresas petroleras) recién amnistiado asesinó al presidente constitucional de la República. Como muchos recordamos de Carranza sólo su talante conservador y su autorización del asesinato de Zapata, muchos me preguntaron: ¿por qué López Obrador le rindió homenaje de Estado?, ¿por qué vale la pena recordarlo?
Porque ese hombre de contrastes y claroscuros nos legó tres cosas: una muestra de dignidad y vergüenza, de honor, que se expresa en su decisión del 18 de febrero de 1913. Una actitud que significa que ningún cuartelazo, ningún golpe de Estado es aceptable para escalar el poder y que señala a quien eso hace como traidor y usurpador, sin cortapisas ni atenuantes.
Una Constitución que consagró los derechos sociales y colectivos, convirtiéndose en la más avanzada de su época. El artículo 123 retomó las principales demandas obreras y el 27 recogió la principal demanda de la Revolución: la reivindicación agraria. Estableció un nuevo sistema de propiedad de la tierra y asumió como una responsabilidad del Estado la reforma agraria. Además, reivindicó para la nación la propiedad original de la tierra, las aguas y el subsuelo.
Su tercer legado, que resulta de su actitud nacionalista ante las intervenciones o amenazas estadunidenses de 1914, 1916 y 1919, es la Doctrina Carranza, que se basa en los principios de no intervención y autodeterminación de los pueblos, y exige a las empresas extranjeras someterse a las leyes mexicanas. Esa doctrina fue ampliada y perfeccionada por la Doctrina Estrada (1930), que hasta 2001 fue guía de nuestra política exterior, y ahora vuelve a serlo.
No debemos olvidar que es el único presidente de la República que fue asesinado cuando, legal y legítimamente, ostentaba el cargo.
La otra fecha también es simbólica: el 29 de julio de 1920 los representantes del presidente De la Huerta firmaron con el terrible guerrillero Pancho Villa el Pacto de Sabinas, que bien puede ser considerado como el punto final de la lucha armada que ensangrentó al país durante 10 años.
Tras ser derrotado por los ejércitos constitucionalistas en la guerra civil de 1915, Villa se había mantenido como implacable guerrillero, reacio a rendirse al gobierno de Carranza, obstaculizando con su actividad la pacificación del país.
En abril de 1920 la facción revolucionaria que había vencido al villismo se escindió, cuando los principales caudillos victoriosos prohijaron el Plan de Agua Prieta, que desconocía a Carranza como presidente. Don Venus se había quedado tan solo, tan aislada su propuesta conservadora, que sólo 27 días después de promulgado ese plan, encontró la muerte a manos de un canalla.
Cuando De la Huerta ocupó la Presidencia, Villa decidió que ya no había razones para seguir luchando y se dispuso a pactar. Las negociaciones fueron difíciles porque había corrido mucha sangre y eran grandes los resentimientos mutuos, pero el presidente allanó los obstáculos y satisfizo las demandas del implacable guerrillero.
Aunque el presidente aceptó las garantías exigidas por Villa, poderosos enemigos de guerrillero intentaban impedir la firma de la paz. Entonces El Centauro del Norte consumó la última de sus espectaculares hazañas, al cruzar de lado a lado el Bolsón de Mapimí apareciéndose en Sabinas, Coahuila, muy lejos de donde sus enemigos creían que estaba. Con ello demostró que aún era un guerrillero formidable y que para bien de todos, lo mejor era acordar la paz.
Villa marchó casi en triunfo al refugio que el gobierno le había cedido: la hacienda de Canutillo, donde vivió hasta su asesinato. De la Huerta entregó el poder al general Álvaro Obregón en la primera transición ordenada y pacífica en nueve años. Moraleja: es más fácil iniciar un proceso armado que terminar la espiral de violencia y, a veces, pese al dolor acumulado, la negociación es lo que da fin a la muerte. Algo que deberían tener presente los admiradores de Felipe Calderón.
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