l extraordinario movimiento de reivindicación de los derechos civiles, en el que millones de ciudadanos han sido impulsores y protagonistas, ha puesto en marcha la ingente necesidad de revisar normas y procedimientos que durante años se han esgrimido para agredir a una parte de la sociedad. Así se advierte cuando en el Congreso, en las legislaturas estatales y locales, ya se discuten las leyes y reglamentos encaminados a reformarlos y, de ser el caso, suprimirlos. Pero la historia es necia, y nos recuerda que del dicho al hecho hay un buen trecho
. A partir de los años 60 se ha elaborado un puñado de leyes y proyectos destinados a suprimir las condiciones que ahora son motivo para el levantamiento popular en miles de ciudades a lo largo de Estados Unidos. El hecho es que, por una u otra razón, dichas normas se han quedado en la letra, y en muchos casos simplemente han sido ignoradas. Pero haberlas ignorado ha puesto también de manifiesto que, en el fondo, hay una causa que va más allá de la necesidad de un maquillaje que con el tiempo se deslave nuevamente: la creciente desigualdad social y el abismo que, a causa de ella, se abre entre sus diferentes estratos. Ahora, con mayor fuerza y claridad, se advierte que en el cimiento de la protesta en contra de la brutalidad de la policía y la desigual forma de aplicar la justicia, yace la creciente inconformidad por una desigualdad que va más allá de la que emana de las leyes.
En años recientes, una de las expresiones más claras de esa inconformidad fue el movimiento de los 99 contra el uno por ciento (Occupy) que cimbrara las sedes del poder financiero y pusiera de manifiesto la astronómica riqueza de un puñado de magnates. Con el tiempo, el movimiento se perdió en las páginas interiores de los diarios hasta desaparecer casi por completo. Sin embargo, sus causas son necias y subyacen en una sociedad que, por conveniencia o comodidad, las ignora.
Tal vez el eje del que en su momento carecían quienes integraron el movimiento Occupy lo han encontrado ahora con el piso más firme de las demandas por una mayor justicia e igualdad frente a la ley. Es una exigencia que día con día crece en el país más rico de la tierra, en el que la segmentación de clases sociales y económicas emerge cada vez con mayor fuerza. Al menos es lo que se advierte en las consignas que se repiten, esta vez, en un movimiento en el que la discriminación racial se amalgama y camina en el mismo sentido con la querella en contra de la marginación de aquellos que el desarrollo ha dejado de lado.
A quererlo o no, lo que no ha desaparecido en el espejismo que propicia el desarrollo sin adjetivos
es una redición de la lucha de clases cuyo fantasma asusta, y con razón, a las buenas almas. Tal vez sea exagerada y demodé la observación, pero es una realidad inocultable que se deja ver en las cifras que revelan un crecimiento exponencial de la pobreza.
En este contexto, vale sintetizar las palabras de algunos jóvenes de origen latino que recientemente marcharon a lado de los negros demandando justicia e igualdad cuando advierten la necesidad de “que las comunidades latinas reconozcan el interés común con los afroestadunidenses, cuya poderosa infraestructura política debiera ser un modelo a seguir. Siempre hemos sabido que la brutalidad policiaca es un asunto de negros y cafés y, en el fondo, uno de gente pobre
(The New York Times, 4 de julio).
Ellos, mejor que nadie, han sabido expresarlo: es un asunto de pobres. Uno que cada vez, con más fuerza, devela una realidad cuyo efecto concreto es que millones tienen que buscar el sustento familiar en horas en los que pocos son los que tienen el privilegio de descansar. Desigualdad, pobreza, racismo y violencia social son realidades cada vez más difíciles de disociar entre sí, y tienen antecedentes más lejanos que la actual crisis derivada de la pandemia.
Pero que, al igual que otras calamidades, como el huracán Katrina y los incendios en California, han ocasionado que esas lacras sociales sean más aparentes.