Miguél Ángel de Quevedo y la región más transparente
U
na especie que basa su economía en bienes no renovables está destinada, irremediablemente, a la extinción
. La frase anterior no es de un ecologista actual, tampoco de algún ambientalista de esos que defienden a la fauna marina en un barco que funciona con combustible derivado del petróleo; se trata de un argumento con el que, hace más de 100 años, Miguel Ángel de Quevedo advirtió sobre el enorme riesgo que la tala indiscriminada de los bosques y la devastación de los recursos naturales representa para la humanidad. Preocupado por el medio ambiente, dedicó su vida, e incluso capital, a protegerlo y recuperar lo hasta entonces perdido. Gracias a su labor, la Ciudad de México cuenta con varios bosques, parques, jardines, camellones arbolados, e incluso un vivero, donado por el propio de Quevedo para que sus habitantes foresten sus casas y colonias.
A inicios de 1900, como sucedía desde la Conquista, la Ciudad de México padecía de inundaciones. Los canales se desbordaban y las calles se convertían en ríos que invadían las viviendas causando destrozos, algo que no es de extrañarse, pues la ciudad se construyó sobre cinco grandes lagos, desecados a partir del siglo XVI con la llegada de los españoles, quienes no cruzaron un océano para conquistar más agua; tierra era lo que querían.
Cuando no llovía, grandes polvaredas, llamadas nieblas secas, oscurecían la luz del sol e impedían ver las calles y, para resolver ambos problemas, De Quevedo propuso sembrar árboles. Siendo encargado de construir las vías del tranvía que unía a la ciudad con los pueblos de Tacubaya, Mixcoac, Coyoacán, San Ángel y Tlalpan, se percató de que, cada mañana, animales muertos y troncos eran arrastrados por torrentes de lodo; se dio a la labor de inspeccionar las zonas aledañas a las vías, descubriendo así una terrible tala de árboles, lo que lo llevó a comprender la necesidad de reforestar las zonas en las que corren los raudales que se dirigen al lago de Texcoco.
Tras la llegada de Madero al poder De Quevedo continuó con su labor de forestación. Fue apoyado por el nuevo gobierno, encabezado por un presidente que había estudiado agronomía en la Universidad de California en Berkeley, y que tenía un auténtico interés en la conservación de los recursos naturales, por lo que le permitió drenar pantanos estableciendo plantaciones forestales, y crear una reserva forestal en el estado de Quintana Roo.
Pero en 1913, con el asesinato de Madero y el ascenso de Victoriano Huerta al poder cambió la suerte de México, de la democracia, del Apóstol del Árbol, y de cualquier intento por preservar el medio ambiente. Nada más se sentó en la silla presidencial, Huerta, en un aviso de lo que sería el estilo priísta, mandó trasplantar árboles de las avenidas de la Ciudad de México a su rancho en Atzcapotzalco, lo que De Quevedo acusó como un crimen. En otra afrenta a los recursos naturales, abrió un restaurante en el Convento del Desierto de los Leones, donde pretendió construir un hotel con casino. Ante el repudio y críticas de Miguel Ángel de Quevedo, el usurpador lo tachó de subversivo, además de incluirlo en una lista de asesinato junto con varios de sus colaboradores, quienes fueron alertados, por lo que De Quevedo, no sin resistencia, se exilió en 1914 prometiendo que un día regresaría a México a defender sus bosques, ríos, lagos, y parques.
Y así lo hizo, tras la derrota de Huerta, y siendo presidente Venustiano Carranza, De Quevedo regresó a México y continúo con su labor. Creó los parques nacionales –tal vez usted ha recorrido al menos uno; si no, ya se está tardando– y logró otro gran avance en materia ecológica: convenció a diputados del Congreso Constituyente de que incluyeran un inciso de tipo conservacionista dentro de la Constitución de 1917 –para la época, una de las más avanzadas y progresistas del mundo–, con lo que se cimentó la legislación ecologista posrevolucionaria de México, estableciendo en el artículo 27 que: La Nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público, así como el de regular, en beneficio social, el aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación, con objeto de hacer una distribución equitativa de la riqueza pública, cuidar de su conservación, lograr el desarrollo equilibrado del país y el mejoramiento de las condiciones de vida de la población rural y urbana
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Hoy, gracias al Apóstol del Árbol, la Ciudad de México es una urbe verde. Varias de sus alcaldías aún conservan zonas rurales, como Milpa Alta, Tláhuac, Magdalena Contreras o Xochimilco –entre varias más–, y existen reservas ecológicas en las que se rescatan los mantos acuíferos y se genera buena parte del oxígeno que respiramos; pero el sueño de Miguel Ángel de Quevedo, en el que el Valle de México fuera una vez más la región más transparente, aún está incumplido.