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Aprender a morir

El verdadero negocio

¿S

abe usted cuál ha sido y sigue siendo el negocio más rentable en la historia de la humanidad? Probablemente crea que el tráfico de personas, pero no. Quizá considere que la prostitución. Tal vez suponga que comerciar con armas o drogas, o las guerras por el petróleo o por la democracia, aunque todo diste de serlo. La creación y propagación de religiones se quiere acercar. Las mal llamadas ciencias de la salud, medio se aproximan. Sin embargo, el mejor negocio en el planeta ha sido y es infundir y reforzar entre los sencillos, como nos llama la Biblia a la mayoría, el miedo a la muerte, sobre todo a la propia.

Lo más absurdo es que desde que empezó a deambular por el planeta, el ser humano creyó en la engañifa de que la muerte es enemiga de la vida, castigo, negación, privación y, en el colmo de la superchería, consecuencia de haber caído en el pecado, en la falta contra Dios o los dioses, que para el caso es lo mismo: gravar a fuego en el corazón la culpa y su correspondiente condena. Los racionales no hemos tenido las mínimas luces para entender que la muerte, en la circunstancia que sea, es parte de la vida, no su opuesto, y que todo ser que nace ya ha empezado a morir. No aceptar esta condición de mortales, pretender evitar este final tan ineludible como ordinario, revestirlo de ritos, liturgias, embustes, engaños y tecnologías, ha posibilitado y posibilita, para quienes fomentan en la sociedad el miedo a morir, el negocio más provechoso que jamás alguien pudo imaginar. Un vitalismo ancestral y amedrentado –la vida es sagrada; combatir la muerte aunque venga por causas naturales; rezar y forcejear ante los padecimientos, así sean irremediables; durar como sinónimo de vivir-nos impide asimilar la naturaleza impermanente y transitoria de cuanto ocurre sobre la tierra, pues los del negocio fomentan el miedo a morir no a vivir con los ojos bien abiertos en el aquí y el ahora.

Antes que a la muerte, el pavor reside en el cómo: si de forma instantánea o tras dolorosa agonía, asfixiado con mi propia sangre o por los recursos médicos, dejar a los que amamos o perder mi identidad, mi conciencia y el control propio y de otros. De nuevo, las suposiciones del apego torpe nos hacen olvidar que La Puntual está ahí, no agazapada para castigarnos, sino solidaria para ayudarnos en el tránsito fugaz de nuestra aturdida existencia. ¿Seguiremos haciéndole el juego a los dueños del negocio?