Editorial
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Nochixtlán: justicia pendiente
A

yer se cumplieron cuatro años de la masacre perpetrada en Asunción Nochixtlán, Oaxaca, por elementos de varias corporaciones policiacas estatales y federales –entre ellas, la extinta Policía Federal–, en la cual murieron ocho personas y más de un centenar sufrieron heridas de bala de diversa gravedad. El domingo 19 de junio de 2016, los uniformados emprendieron una brutal ofensiva contra esa población de la Mixteca oaxaqueña con la finalidad de desalojar el bloqueo carretero instalado por integrantes de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación como parte de su resistencia contra la imposición de la reforma educativa de Enrique Peña Nieto.

El operativo se caracterizó de principio a fin por el salvajismo y sadismo desplegado por los uniformados: no sólo se presentaron en la localidad en día de mercado, cuando se hallaban ahí comerciantes de los poblados aledaños sin ninguna relación con el conflicto, sino que violaron todos los protocolos de actuación policial al cargar contra los manifestantes sin advertencia previa y al disparar de manera indiscriminada sobre personas que a todas luces estaban desarmadas, entre las que había mujeres, ancianos y niños. El término sádico no es exagerado para describir la conducta de los elementos policiacos, pues no puede calificarse de otra manera el que los agentes impidiesen sistemáticamente la atención médica de los heridos tras la refriega.

Este ánimo violento y revanchista contra el magisterio democrático y los sectores sociales que lo respaldaban no se limitó a los perpetradores materiales de la matanza, sino que fue distintivo de todo el aparato gubernamental que propició los hechos de Nochixtlán. Ejemplo de ello es que dos meses después de la masacre ningún funcionario de la entonces Procuraduría General de la República se había presentado a realizar las diligencias correspondientes en la localidad, pero sí exhibía avances en la integración de expedientes por robo de uniformes, armas y equipo antimotines; ataques a las vías generales de comu-nicación y daños a instalaciones y vehículos oficiales o resistencia de particulares. Es decir, los esfuerzos oficiales se encaminaron a garantizar la impunidad de los victimarios mediante la criminalización de las víctimas.

Transcurridos 48 meses y un cambio en la administración federal, la matanza persiste como uno de los mayores pendientes del Estado mexicano en materia de impartición de justicia. Entre los escasos avances registrados en el presente sexenio deben mencionarse las comparecencias ante el Ministerio Público Federal de Gabino Cué Monteagudo, ex gobernador de Oaxaca; de Renato Sales Heredia, ex comisionado nacional de Seguridad, y de Salvador Camacho Aguirre, ex director de la División de Fuerzas Federales de la Policía Federal. Los integrantes del Comité de Víctimas por Justicia y Verdad 19 de Junio calificaron las declaraciones de los ex funcionarios como fructíferas en la medida que aportan datos para conocer la verdad de lo ocurrido hace cuatro años, pero está claro que la acción de la justicia no puede limitarse al esclarecimiento, por necesario que sea, sino que debe dar paso a fincar responsabilidades y sancionar a los responsables.

Junto con la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, Nochixtlán fue uno de los saldos más nefastos de la persecución emprendida por los gobernantes del ciclo neoliberal en contra del magisterio disidente, y en particular del empeño por imponer a los docentes una draconiana reforma laboral travestida de educativa. Si hoy la reforma educativa del peñismo se encuentra derogada, y se da por superada la etapa neoliberal, es evidente que la reivindicación de las luchas populares debe acompañarse con la impartición de justicia para quienes fueron atacados por defender sus ideales.