Opinión
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¿Existe el diablo?
E

n la escena final de la película Los sospechosos de siempre, Roger Verbal Kint (Kevin Spacey) descubre su verdadera personalidad como el temible asesino, Kaiser Söze, deja de renquear y se burla de la policía. Verbal, citando a Baudelaire, exclama: El mayor truco del diablo fue convencer al mundo de que no existía.

En sentido análogo, el mayor éxito del régimen priísta fue convencernos de que existía un Estado fuerte e institucional en México.

El Estado revolucionario. La percepción de un Estado fuerte se construyó desde tres ámbitos claves: el sistema de educación pública íntimamente vinculado con el texto único y gratuito; los mecanismos de intermediación social de las agrupaciones corporativas, pero sobre todo el partido oficial como crisol de esas percepciones del Estado poderoso y protector de las clases mayoritarias. El centro de la percepción del Estado fuerte lo personificó el presidencialismo todopoderoso.

Los residuos institucionales. Rafael Segovia, en su texto La crisis del autoritarismo modernizador (1996), señalaba agudamente que la función del Estado mexicano había venido creciendo incluso en contra de su voluntad; la multiplicación y diversificación de los grupos sociales y económicos habrían dejado a lo largo del camino modernizador una trama de residuos institucionales engastados en el aparato estatal. Concluía que tratar de librarse de ellos equivale a arrancar una planta trepadora que sostiene el viejo edificio que en parte ha destruido. Fernando Escalante precisa que esos residuos institucionales a los que se refiere Segovia son los recursos de gobernabilidad del régimen revolucionario (2018).

Los acuerdos y las reglas. ¿Qué eran esos residuos institucionales? Eran, en breve, una manera de conciliar, enmarcar, canalizar y, en extremo, reprimir; los distintos intereses sociales incorporados primero en pacto corporativo y luego floreciendo desde la sociedad como resultado de los diversos procesos modernizadores. Se basaban en pactos y acuerdos informales, pero enmarcados en las reglas formales de las leyes y la Constitución. Así el Estado mexicano impulsó las reformas sociales cardenistas, las reformas empresariales del alemanismo y la estabilidad macroeconómica de los 50. Como toda percepción, la de un Estado fuerte estaba afincada en la realidad, en hechos concretos.

El todopoderoso. Sabemos cómo funcionaba ese presidencialismo con sus facultades metaconstitucionales gracias al trabajo de Jorge Carpizo. Pero aún en el momento de mayor consolidación el presidencialismo no era un poder omnímodo, menos aún una monarquía sexenal o un poder imperial. La capacidad del presidente autoritario estaba basada en su capacidad de arbitraje entre los muy diversos y amplios conflictos de intereses dentro y fuera de su coalición gobernante. Eran conglomerados de intereses locales, sectoriales y nacionales, legales e ilegales, morales e inmorales, con quienes tenía que negociar el presidente. El mito presidencial, como señala Juan Espíndola (2004), estaba anclado en un excesivo voluntarismo, es decir, ponía demasiado énfasis en los rasgos personales del presidente. Este autor, en cambio, subraya las prácticas políticas informales, ya que la política mexicana no se puede analizar sólo bajo los lentes de las instituciones formales.

El no Estado. Lo que tenemos ahora es un Estado deformado por las distintas leyes y reformas constitucionales hechas al azar, sin propósitos políticos de largo plazo. Tenemos un Estado ausente, cuyo vacío es llenado por poderes fácticos. Tenemos franjas o segmentos del gobierno colonizado por otros poderes, como lo estamos viendo en distintos conflictos policiacos recientes. Sobre todo, se ha perdido la capacidad de organizar la acción del Estado a través de acuerdos y pactos, esos residuos institucionales que permitían gobernar. De aquí debe partir la reconstrucción del Estado mexicano.

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Twitter: gusto47