Opinión
Ver día anteriorSábado 13 de junio de 2020Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Desmantelar los monumentos al racismo
E

l asesinato del afroestadunidense George Floyd a manos de cuatro policías blancos en la ciudad estadunidense de Minneapolis ha desatado una ola de indignación a escala global y ha dado un nuevo impulso a la revisión del pasado colonialista de las potencias occidentales. Una de las expresiones más inmediatas de la nueva conciencia en torno a lo que realmente significó la colonización de todos los continentes, emprendida por un puñado de naciones europeas a partir del siglo XVI, es la encarnada en el repudio hacia los monumentos erigidos a todos los hombres que durante siglos han sido venerados como descubridores de nuevos horizontes y forjadores de la identidad nacional, sin reparos por el impacto de sus acciones sobre los millones de seres humanos sojuzgados o aniquilados.

Ante la resistencia de los estados a emprender una autocrítica sincera y creíble de las bases colonialistas e imperialistas sobre las cuales se asienta su actual prosperidad, ciudadanos británicos, holandeses, belgas y de otras nacionalidades han mostrado su exasperación mediante el derribo o la vandalización de estatuas que honran la memoria de traficantes de esclavos, genocidas, conquistadores, generales que lucharon por la perpetuación de la esclavitud, y otros hombres a quienes en el pasado se consideró merecedores de homenaje público. Es necesario reiterar el masculino, puesto que dichos personajes son representantes de una civilización en la que ni las mujeres ni las personas no blancas podían jugar un papel distinto al de subordinadas.

En Europa, la furia popular se ha dirigido contra las estatuas de personajes que participaron activamente en la trata de esclavos o las masacres contra nativos, como los británicos Edward Colston, Thomas Picton, Henry Dundas o el infame Cecil Rhodes –uno de los mayores colonizadores de África y artífice del régimen de apartheid –; los neerlandeses PietHein y Witte de With, y el emperador de Bélgica Leopoldo II, dueño del Congo de 1885 a 1908 y artífice de uno de los mayores genocidios cometidos en toda la historia de la especie humana (se calcula que alrededor de 10 millones de africanos murieron como resultado directo de la administración nombrada por el déspota). En Estados Unidos, el ímpetu antirracista se ha desplegado en dos direcciones: en primer lugar, reavivó el debate sobre las estatuas que honran a quienes combatieron durante la Guerra Civil con el afán de impedir la abolición de la esclavitud. En segunda instancia, los ubicuos monumentos al almirante genovés Cristóbal Colón han sido atacados como un recordatorio de que América no fue descubierta, puesto que el continente no se encontraba vacío y expectante de la acción civilizadora del hombre blanco, sino habitado por una miríada de pueblos, portadores de culturas en ningún punto menos complejas o valiosas que las de los conquistadores.

Por más que el revisionismo histórico de las derechas occidentales trate de presentar el pasado colonial como una gesta desinteresada y, en último término, benéfica para los pueblos sometidos, lo cierto es que el racismo contemporáneo resulta inexplicable si no se le entiende como mecanismo ideológico de la dominación política y militar para dar una justificación racional a la conquista y esclavización de los pueblos americanos, africanos y asiáticos, los europeos y sus descendientes echaron mano de un arsenal teórico seudocientífico que reducía a todas las personas no blancas al rango de subhumanos, de seres incapacitados para el raciocinio y el comportamiento moral, con quienes era simplemente imposible entablar una relación de iguales.

Está claro que estas ideas son inadmisibles en sociedades que se reivindican democráticas y respetuosas de los derechos humanos, por lo que tampoco pueden tener cabida los honores públicos a quienes las defendieron, por más que algunos de ellos hayan hecho aportes reales al avance científico u otros campos valiosos de la vida humana. Las autoridades de los estados involucrados deberían escuchar el clamor que se eleva desde las calles, y dar paso a la construcción de sociedades en las que ningún racista sea glorificado.