Tomar decisiones en materia de salud
o más difícil de la actual circunstancia será tratar de sacar algo bueno de esta pandemia que ya ha dejado a algunos ricos más ricos y ha engrosado el ejército de pobres.
Las lecciones están ahí, pero será casi imposible tomarlas para el bien de todos sin causar una verdadera revolución, porque a final de cuentas la más importante de todas esas enseñanzas es la que nos dice que estamos haciendo las cosas mal.
Para empezar, y por sobre todas las otras, la que nos habla de la salud resulta de urgencia. Con los consejos de las grandes calificadoras y de organismos como el FMI y el BM, la salud de la población dejó de ser un deber del gobierno hacia su gente y se convirtió en artículo del mercado, y en casi todas las ocasiones en un artículo de lujo que obligaba a escoger, según el estrato económico del enfermo, entre dos muy malas opciones: la pobreza total o la muerte. La deshumanización de la medicina parecía un hecho.
Como ya es muy sabido, para que la privatización de la práctica médica se diera era necesario el abandono de la responsabilidad del Estado para llevar salud a su población, y así, en paralelo, mientras los servicios médicos gubernamentales declinaban, los grandes nosocomios privados crecían aceleradamente y se convertían, en gran cantidad de veces, en la única y la última opción para salvar la vida.
No hay mediciones para saber con exactitud cuánta gente, cuántas familias han caído en la desgracia económica por restaurar la salud dañada de alguno de sus miembros, o a cuántas humillaciones han tenido que ser sometidos para recibir la caridad de algún hospital de los considerados de lujo.
La salud no debe estar en manos del mercado porque entonces no hay hospitales suficientes, porque las vacunas contra los virus que ya se conocen y su lucha en contra de ellos sólo se dan si existe la posibilidad de mercadearlas, porque destruye la vocación, el mandato hipocrático de los profesionales y los deshumaniza, y porque así las pandemias, como la que se está sufriendo, ahonda en sus daños.
A contracorriente de lo que se diga en las arenas del capitalismo amoral y desquiciado, en la Ciudad de México, con todos los riesgos políticos que ello implica, se debería buscar la forma de volver al campo de la medicina comprometida con la salud de todos y no con la cartera de algunos.
La palabra maldita es expropiar, por más que en muchas ocasiones su necesidad sea un grito constante, pero sin llegar a ese extremo, quizá la regulación de precios, la implementación de planes populares para sufragar gastos o la condonación de los débitos podrían ser una opción en tanto el gobierno consigue fortalecer el servicio.
Pero el asunto no termina ahí. Mientras la investigación dependa de los grandes capitales y los remedios –por decirles de algún modo– nazcan endeudados, la diferencia entre lo que pueda hacer el sistema de salud del Estado y lo que ofrezca la iniciativa privada será muy difícil de equiparar; no obstante, las opciones ya están creadas, ahora faltan las decisiones.
De pasadita
Por cierto, la práctica de algunas actividades deportivas al aire libre y sin público, que son, en algunos casos, hasta terapias, deberían ser consideradas en la apertura que propone la finalización de la fase 3 del combate a la pandemia.
Las restricciones legales que marque el protocolo sanitario deberán cumplirse sin mayor argumento, pero dar una opción a quienes han hecho de ciertas prácticas una parte de su vida tendría que estar en el catálogo del sí se puede. Piénselo.