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El estante de lo insólito

Sor Juana. La musa nuestra

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Foto Ilustración Manjarrez / @Flores Manjarrez

Piramidal, funesta de la Tierra / nacida sombra al cielo encaminaba / de vanos obeliscos punta altiva / escalar pretendiendo las estrellas…”
Sor Juana Inés de la Cruz . Primero sueño.

S

in padre en casa, sin dote y sin relaciones estimables de la clase dominante, pese a descender de una familia terrateniente, la pequeña Juana Inés llevaba los días en Panoaya con alegría, sin preocuparse por la posibilidad de un futuro oscuro, como podía serlo en aquella Nueva España del siglo XVII. Para ella, la vida era un horizonte de juegos y sorpresas, como la que provocó al aprender a leer y escribir apersonándose de oyente con su hermana; tenía tres años. Pensaba y reaccionaba distinto. Pero cualquier sombra ominosa encontró oposición cuando su tía se la llevó a vivir a la capital del país. Con el interés de lo nuevo, la niña tomó el carruaje sin la plena conciencia de que se despedía de la vista y el abrazo congelado de los grandes volcanes.

La vida en los libros

Juana quedó fascinada con la ciudad y entró en la juventud sin sobresaltos. Conocedora del náhuatl, le bastaron unas cuantas lecciones (se afirma que 20, dictadas por el bachiller Martín de Olivas) para también dominar el latín. Quiso estudiar en la universidad, pero eso era una de las muchas cosas que las mujeres no hacían. Pretendió, incluso, hacerse pasar por varón con el cabello tusado y la ropa apropiada. No ocurrió. El resto de su vida y pese a su condición futura de mujer instruida, nunca comprendió y, de algún modo, perdonó, la falta de criterio de su época para que las mujeres tuvieran derecho a la máxima educación.

Siguiendo los pasos de su admirado Juan de Sigüenza y Góngora, y también con la mente en Quevedo, escribió infinidad de poemas, su fuerza literaria más reconocida.

El favor de los virreyes

La capacidad intelectual de Juana Inés la colocó como una joya que fue protegida por cuatro virreyes: el marqués de Mancera (Antonio Sebastián de Toledo), fray Payo Enríquez de Rivera, el marqués de la Laguna (a él y a su esposa les escribió el texto Neptuno alegórico, encomendado para su recepción) y el conde de Galve. Tuvo un vínculo particular con las virreinas Leonor Carreto y María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, quienes cedieron deslumbradas al carisma e inteligencia de Juana Inés. Su amistad fue muy importante para ser parte de los encuentros cortesanos, darse a conocer como mujer notable y, algo vital, para que pudiera acceder a la literatura como el camino floreciente de su autodidactismo, encontrándose con académicos y notables (llamados sabios), asumiendo conocimientos que le hubieran sido inalcanzables sin el soporte de la jerarquía virreinal.

Sin encontrar en el matrimonio la opción propia para su vida (se concluye que tuvo al menos un pretendiente serio en la clase principal española) y con deseos expresos de no ser sojuzgada por nadie, para la joven quedaba entonces la opción de convertirse en monja, de suyo imposible al no contar con dote que debía asignarse al cuerpo religioso en que tomara sus votos. Los virreyes Mancera otorgaron lo requerido, y fue entonces que la mujer que asombraba en las tertulias de la corte, rechazó pretendientes posibles (se afirma que los hombres de alcurnia se apocaban, dudando de la pertinencia de conquistar a una dama de tanta inteligencia) y se puso los hábitos por el resto de su vida.

La vida conventual

Después de un infructuoso paso por la orden de los Carmelitas, de estricto régimen fuera de su pretensión, Juan Inés, cercana a los 21 años, culminó recluida en el convento de las Hermanas de San Jerónimo desde el 24 de febrero de 1669. Fue una buena elección, porque había instrumentos científicos, musicales, copiosa biblioteca, mapas y actividades artísticas donde pudo manifestar su talento, fuera en la escritura de villancicos, los elaborados auto sacramentales (teatro con estructura dramática litúrgica) o la poesía.

Juana, convertida en Sor Juana, es un acto que sigue propiciando debates intensos, porque no hubo entonces una vocación de fe, sino una convicción razonada para dar ese paso. Fue una elección de vida que la dejó en el camino, más que de un oficio, de una ambición intelectual. En su ensayo Crónica de una vida disfraces y subversiones: Sor juan Inés de la Cruz (Revista de la Universidad de México, mayo 2004), León Guillermo Gutiérrez define: Detrás del disfraz de una devota vocación escondió el verdadero propósito: la libertad de pensamiento. Desde luego fue católica creyente de cuerpo entero, pero su camino religioso no tuvo que ver con iluminación o llamado divino.

De poeta a poeta

Octavio Paz fue uno de sus analistas (más preciso que llamarlo biógrafo) más acuciosos. En su imprescindible ensayo Sor Juana o las trampas de la fe, el poeta precisa: El enigma de sor Juana Inés de la Cruz es muchos enigmas: los de la vida y los de la obra. Es claro que hay una relación entre la vida y la obra de un escritor, pero esa relación nunca es simple. La vida no explica enteramente la obra y la obra tampoco explica a la vida. Entre una y otra hay una zona vacía, una hendedura. Hay algo que está en la obra y que no está en la vida del autor: ese algo es lo que se llama creación o invención artística y literaria.

En la evaluación de la obra está un centro definitivo: la transgresión. Ese es un factor dual: de oprobio en el oscurantismo que quiso callarla; de reconocimiento y admiración en quienes vieron su calidad de escritura y pensamiento firme.

Razón ante los enemigos

Núñez de Miranda, primero aliado y confesor oficial, fue después enemigo obtuso, no menos que el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, quien rebatió el brillante texto de Sor Juana Crisis de un sermón, publicado por él mismo como Carta atenagórica, escrito contra la teoría del predicador jesuita Antonio de Vieyra, quien refutó algunas tesis claves de la Iglesia, la Trinidad, ni más ni menos, para hablar sólo del amor de Jesús. Sor Juana puso escudo a los padres de la iglesia católica, pero lo hizo ante todo desde lo que era sostenible en la lógica de la estructura eclesiástica, una observación teológica, no debía fragmentar la idea conceptual de Cristo como libertad. La arenga que la censuraba fue cobardemente firmada por Fernández de Santa Cruz como Sor Filotea. Sin rostro, pero con virulencia, el obispo intentó cuestionar la fe de la monja, al mismo tiempo que la acusaba de soberbia. La obra de Sor Juana, aún la erótica, o la naturaleza profana de muchos de sus textos, no habían generado el malestar en la Iglesia que Fernández pretendió elevar como general. El fondo parece todavía más espeso, pues Fernández de Castro disputaba al implacable y misógino Francisco de Aguiar y Seijas la posibilidad de liderar el arzobispado. Ella respondió con una cátedra de sensatez y fineza con Respuesta a sor Filotea, y vale este fragmento:

“… Desde que me rayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas reprensiones –que he tenido muchas–, ni propias reflejas –que he hecho no pocas–, ha bastado a que deje este natural impulso que Dios puso en mí…”.

Quisieron que las paredes de su vida y su mente fueran más estrechas y heladas que las de su propia reclusión monjil, pero su pensamiento se fue a España y regresó en volúmenes impresos. Hoy pueden leerse las Obras completas de sor Juana (Fondo de Cultura Económica), si bien es impreciso decir cuánto de su reflexión en forma de correspondencia, poesía, teatro y otros textos, se perdió para siempre. Aun así, queda mucho por leer, para admirar la trascendencia de sus palabras, fugadas de la acechanza de su propio cuerpo oficial de fe, del temor cruento de sus confesores, ante una mujer que los eclipsaba. Le quitaron sus libros, la relegaron, quisieron que callara siempre, cosa que sólo pudo la terrible peste que se llevó su vida y la de la mayoría de sus compañeras de convento en 1695.

Esa que fue

Firmó el arco de la enfermería del convento que ella proyectó con una frase absoluta: Yo, la peor de todas. Es el imprimátur de la mujer letrada, la de la inteligencia superior que pudo ser feminista, escritora y crítica de las normas. Su obra es muy compleja y variada, empleando herramientas muy variadas, entrecruzadas, superpuestas, como el adorno excesivo del barroco mismo, ponderada como parte de lo mejor del Siglo de Oro, reconocida en España y después en el mundo como La décima musa. Entre los numerosos estudios sobre su vida y obra, pocos con la precisión de Margo Glantz en Sor Juana Inés de la Cruz: ¿hagiografía o autobiografía? (Grijalbo / UNAM), uno de los mejores ensayos para comprender su escritura.

En su estupenda novela histórica Yo, la peor… (Grijalbo), la escritora Mónica Lavín pinta el universo de sor Juana en el entorno del pueblo, los esclavos, las angustias, los proyectos, las cortes, la familia y el vigor manifiesto de su fuerza creativa, con una variedad de personajes que en la tensión de sus vidas configuran el México que sor Juana vivió como un faro de otra luminosidad.

Lavín le pone voz en primera persona: ahora me piden que sea otra de la que soy, que me corte la lengua, que me nuble la vista, que me ampute los dedos, el corazón, que no piense, que no sienta más que lo que es menester propio de una religiosa, de una esposa de Cristo. ¡Quién ha decidido que no pensar es propio de la mujer del Altísimo?.

En el cine su vida ha sido biografiada particularmente en dos largometrajes: Juana Inés de la Cruz (Ramón Peón, 1935, México), con Andrea Palma en el papel protagónico, y Yo, la peor de todas (dirigida por María Luisa Bemberg, basada en el libro homónimo de Octavio Paz), producción argentina con Assumpta Serna como la musa, hecha en 1988, mismo año y título para el documental del realizador mexicano Nicolás Echevarría. Canal Once lanzó en 2018 la serie Juana Inés, creada por Patricia Arriaga, con Arcelia Ramírez en el papel con una muy buena producción (música de Michael Nyman). Todos tratan de aproximarse al retrato total que hizo en forma plástica el pintor Miguel Cabrera en 1750, con una sor Juana que mira de frente y calma, amurallada de libros, con una luz cálida con destacamentos rojos, con texto abierto sobre escritorio, con plumas listas para grabar una nueva idea.