a disyuntiva entre abrir o no la economía, y el cómo hacerlo, se ha convertido en un galimatías, al menos en Estados Unidos: la vida o la economía es el falso dilema que amenaza con dar al traste el sacrificio que para muchos ha representado el permanecer enclaustrados por más de dos meses. De forma paulatina se concluye que ambas posibilidades son compatibles, si se atienden las previsiones que los epidemiólogos consideran adecuadas para las condiciones específicas de cada municipio o estado. Es la conclusión en muchas comunidades, y al igual que de las autoridades responsables de coordinar esa tarea. Tal vez los ejemplos de otros países ilustren la racionalidad de esa decisión. Los casos de Taiwán, Corea del Sur y particularmente el de Vietnam son ejemplares. Mediante la intervención de sus autoridades y la disciplina de su población han logrado superar la crisis con un mínimo daño.
Es difícil saber cuándo terminará este cruel impasse, pero de lo que cada vez hay menos duda es que la prisa por abrir la economía está directamente ligada a la relección del actual presidente de Estados Unidos. Es la lectura obligada en cada ocasión que Donald Trump hace una de sus lamentables declaraciones diciendo que el Covid-19 es un instrumento de sus enemigos. El presidente ha convertido un asunto tan grave como la pande-mia, y las vidas que a diario cobra, en un medio de campaña para su relección. De ello parece haberse dado cuenta ya buena parte de la sociedad. Así lo demuestran las encuestas de opinión en las que Joseph Biden, virtual candidato demócrata a la presidencia, aventaja en las encuestas al presidente, a pesar de su virtual ausencia en los medios. La soberbia de Trump está llevándolo a cavar su propia tumba y no hay que arrebatarle la pala, parece ser la estrategia de facto que ni Biden imaginaba.
La otra cuestión que trasciende a esta co-yuntura, pero que en algunos medios cobra ímpetu de nueva cuenta, es la discusión nunca acabada sobre crecer sí, pero para qué o para quién
. Están aún frescas las demandas del movimiento en protesta por la desigualdad ( Occupy), que cooptó Wall Street y otros centros financieros del mundo, repudiando la socialización de las pérdidas y apropiación de las ganancias por el uno por ciento
. ¿Será esta una nueva oportunidad para que, después de este remesón de proporciones planetarias, se pueda replantear el desarrollo en Estados Unidos y buena parte del mundo? Cada vez que se habla del multimillonario rescate de la economía, que a tiro y tirones ya ha comenzado, hay quienes se preguntan si tendrá el mismo fin que tuvieron otros similares, el más reciente de ellos en 2007–2008, o si a la postre, ¿serán otra vez los contribuyentes quienes acaben financiado a las grandes corporaciones, por intermedio del Banco Central y Tesoro estadunidense?
La compra masiva de bonos de diversas corpo-raciones por parte del Banco Central y la multimillonaria inyección de dólares, aprobada por el Congreso para ser distribuida mediante la Secretaría del Tesoro de Estados Unidos, en alguna forma representan la estatización parcial de su economía, y su única salvación. Quiéranlo o no, los neoconservadores incrustados en el Partido Republicano tienen que reconocer que representa una forma de participación social en la industria el comercio y los servicios. Es el Estado, en su forma más acabada, el que tiene que intervenir de manera directa en los asuntos que el sector privado es incapaz de atender por sí solo. Tampoco se descubre el hilo negro cuando se dice que los frutos de ese desarrollo están muy, pero muy lejanos de ser compartidos en forma equitativa por toda la sociedad. Crecimiento sí, pero, ¿será posible salir de la trampa de que un mínimo beneficio para los más invariablemente redunde en un beneficio desproporcionadamente mayor para los menos?