ludir al surrealismo poético ahora puede no ser un ejercicio de nostalgia sino un itinerario inagotable para el viaje al porvenir en crisis, incierto, peligroso, que espera al mundo después de la pandemia en curso. Algo que se antoja más que mera coyuntura ha cambiado el cristal con el que miramos las cosas. Hasta hace unos meses, cuando la revista Blanco Móvil presentaba un número doble (145-146): Poesía: 100 años de surrealismo
, nuestra óptica daba por sentado que el movimiento que dispararon Breton, Aragon, Eluard, Jacob y toda aquella punta de aventados, la vanguardia definitiva para bien y para mal del arte, era hija de la guerra y las primeras revoluciones del siglo XX, incluyendo la sicoanalítica y la soviética. Pero no quedaba tan claro que también era hija de la pandemia.
Los surrealistas fundadores sobrevivieron la gripe española tanto o más que la guerra. Uno de sus santones más amados, Guillaume Apollinaire, había fallecido en 1918 a causa de la devastadora pandemia que liquidó a más de 40 millones de personas (entre ellos Klimt y Schiele). Su cuota no fue tan gruesa como la guerra misma, que entre muchos, segó una generación de poetas británicos, además de Trakl. El buen Apollinaire había librado la guerra con una dosis de plomo en la cabeza. Sobrevivió a la guerra, no a las fiebres.
Al presentar el número citado de Blanco Móvil, el poeta brasileño Floriano Martins, autor de la amplia y sorprendente compilación de 111 páginas, adelanta: En un librito mágico que es uno de los marcos de entrada en escena del surrealismo, ya en 1919, André Breton y Phillipe Souplat reclaman que la inmensa sonrisa de la Tierra no nos es suficiente: necesitamos mayores desiertos, las ciudades sin arrabal y los mares muertos. Por ahí empezamos nuestro viaje, por el imperativo de descubrir otras dimensiones de nuestro paso por la Tierra
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La década de 1920 comienza ruda y riesgosa. Los rugientes veintes
dan pie a la caótica simultaneidad del arte en Berlín, a un paso de la revolución, pero también del fascismo. París sueña ser alma del mundo. La mafia determina la economía y es gobierno paralelo en Estados Unidos, y el jazz crea un mundo nuevo para la música. Despegan las revoluciones de México y la Unión Soviética; sobre todo la segunda abona la imaginación de los surrealistas de primera hora.
Tan azarosamente como se debe, o puede, la revista que dirige Eduardo Mosches reúne 53 autores, de Hans Arp (nacido en 1886) a Fernanda Boaventura (1998). Su mapa, muy latinoamericano con Villaurrutia, Moro, Molina, Varela, Orozco y esa suerte de bête noire para el establishment que es Max Rojas, se suma al trazo del ineludible Dalí, Césaire, Schehadé, Rahon, Peret y Katue, hasta llegar a un puñado de contemporáneos y novísimos. La hebra conductora es una libertad que sobrevivió a los desastres del siglo. Los surrealistas salieron maltrechos de la noche hitleriana y de su entusiasmo por el estalinismo que con vergüenza, locura y traiciones abollaron su prestigio europeo. Lo salvarían los exilios y su impacto global, particularmente en América Latina. México se convirtió en una de sus sedes más ricas y exquisitas. Tanto, que papá Breton sólo vino a ponerse nervioso y salir corriendo para nunca más volver. En cambio permanecieron escritores, artistas plásticos y Buñuel, el supremo, entremezclados con la activa fauna local.
En el buen sentido, el surrealismo fue una pandemia, al modo marxista de un fantasma recorre Europa
y luego el mundo. En su veleidad y su desorden resultó más resistente que las ideologías y las utopías. A lo ancho del mundo se encuentra tan presente (con su gran dosis de indisciplina, comercialismo, improvisación y daño irreparable a los modales de la forma) que no parece próximo su fin.
Pero el punto no es hablar del pasado, ni siquiera intuir profecías con bibliografía, sino de pensar que, un siglo después de la gran ruptura liberadora del surrealismo, apto para las tecnologías y la velocidad de aquellos tiempos modernos
, podría encontrar herederos tan virginales y entusiastas como lo fueron de los románticos más febriles el club del Cabaret Voltaire y sus mil estelas. Y que pasadas la pandemia y la guerra que tenemos los humanos contra nosotros mismos y contra el mundo, darán un grito así de recio para abrir otros 100 años de rebelión con la imaginación en movimiento.
Lo verá el que viva. O como propone Cecilia Toussaint en su canción del momento, Venceré, con letra de Arturo Arteaga (https://www.youtube.com/watch? v=IBUraXsW2BM&feature=youtu.be&fbclid =IwAR0j9Ifz5CfXdmKRu6uQqS_CxdvNH P7JmnaDdQIttxjKyG0roPBGkm64zOk): El diablo recompensado tomará sus vidas, y al final no más mentiras, y una nueva historia para los que sobrevivan
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