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El malestar de la cultura banal
S

e ha vuelto demasiado fácil opinar sin conocimiento pero con fijaciones de odio que tienden a caer en la tontería y una responsabilidad que puede resultar criminal. Políticos y periodistas profesionales, tanto como opinadores amateurs, dirigen sus ya crónicas diatribas contra el gobierno, no por su debatible imposición de megaproyectos y otros planes que afectan la vida de grandes regiones del México digamos tradicional, sino porque lo quieren perjudicar así nomás. En tiempos normales, eso se llama rivalidad política. Pero no son tiempos normales. Así que cuando oímos a cartuchos quemados, como el peor ex presidente mexicano, el señor Calderón, o la señora Dresser convertida en profeta de su propia miopía, encontramos que su anhelo por estorbar las políticas públicas contra la pandemia adquiere un perfil, más que irresponsable, criminal. Los cobija el hecho de que la estupidez también devino pandemia, y hay mandatarios y voceros en muchos países con posiciones equivalentes en cuanto a sus efectos posibles.

Quizá no se dan cuenta, pero como lo pone el pensador Achille Mbembe, de Camerún, ahora todos tenemos el poder de matar. Sí, el poder de matar ha sido completamente democratizado, y el aislamiento es precisamente una forma de regular ese poder. Así que boicotear con argumentos inanes o falaces las acciones de salud pública, hasta el momento admirables en nuestro país, implica una responsabilidad particularmente grave.

Entre la multitud de paradojas a las que nos tiene sometidos la actual situación (que se extenderá durante meses y con efectos de largo plazo) está la de hacernos masivamente conocedores de algo: un virus y sus curvas de morbimortalidad sobre el mapamundi de la desgracia, el miedo y la esperanza en soluciones mágicas o naturistas. Ello, mientras permanecemos confinados en nuestras casas, y algunos también en sus centros de trabajo (los que lo conservan). Sabemos más que nunca, sin contexto ni preparación, sin ver nada, ni leer realmente, sin mayor vivencia que las pantallas caseras. Como si la intemperie no existiera, como si Nueva York o Guayaquil no acecharan a la vuelta de la esquina, como si culpar cómodamente a los chinos no nos hiciera un poco más fascistas.

El mundo se encuentra en shock y la opinión pública está extraviada pero no lo admite. Ya que no podemos reflexionar ni sacar conclusiones sensatas, nos informamos en un abrumador estado cuasi epiléptico, una trabazón que nos captura bajo una lluvia de datos y noticias de último minuto que no dicen nada, sólo activan respuestas primarias, predecibles, medibles (y medidas con todo detalle desde el panóptico digital). Nunca antes la humanidad ofreció en mayor escala su condición de conejillo de Indias para un ensayo general de tan grande alcance.

No empezó ayer. Viene ocurriendo hace décadas. Nada es nuevo salvo que ahora nadie tiene escapatoria y los poderosos serán descarnadamente genocidas para prevalecer. También están atrapados pero huirán hacia adelante. Lo cual se traduce en guerra. Una más grande que la suma de las actuales. La mortandad violenta y de miseria en Siria, Yemen e Irak venía ya siendo más letal que cualquier virus. Lo mismo en Colombia, México u Honduras. Distintos rostros de una misma guerra del capital trasnacional que se considera suprahumano.

La nueva etapa del capitalismo exhibe la suma de evidencias que generaron rebeliones y protestas sociales en todo el mundo, de Chiapas a Seattle, de El Cairo a Santiago y Quito. En cada caso con razones de peso. Cruel ironía es que el cumplimiento de las previsiones científicas y humanistas del pasado reciente no esté siendo liberador sino reclusivo. Mike Davis, historiador de los desastres del capitalismo (basura, hambrunas, gripe aviar, megaurbes sin esperanza) en Ciudades muertas (2002) elaboraba sobre lo inevitable que nadie quiere ver: incendios, heladas, sequías, migraciones, urbicidios con bombas o buldóceres, pandemias. Todo, fuera de proporción y control. La contingencia extrema alcanzó al planeta entero y lo obliga a un profundo reacomodo humano. Pero si la mayoría está enclaustrada, o esclavizada por sobrevivencia, ¿cómo actuará?

Los pueblos indígenas de América Latina (en la otra América no tienen margen de acción) pueden optar por enclaustrarse comunitariamente. Juntos, no separados, primero resisten, siempre lo han hecho, y segundo actúan, o actuarán, si no para otra cosa, para su duración sostenida contra los irresponsables Bolsonaro o Lenín Moreno.

Dice Mbembe: Este es un virus que afecta nuestra capacidad de respirar. La pregunta es cómo encontrar una manera de asegurar que cada individuo pueda hacerlo. Esa debería ser nuestra prioridad política. También me parece que nuestro miedo al aislamiento, a la cuarentena, está relacionado con el miedo a enfrentar nuestro propio fin. Este miedo tiene que ver con no poder delegar nuestra propia muerte a otros. Pero como decía Mike Davis, la globalización del miedo se convierte en una profecía autocumplida.

En su primer escrito sobre la actual pandemia, El monstruo finalmente en la puerta ( https://mronline.org/2020/03/19/ mike-davis-on-covid-19-the-monster -is-finally-at-the-door/?fbclid=IwAR0yPyDd cZzY4zlNwElCHjg-pzAE7e6J_Ci0XGb60 9OG1REw6TbyeMyVFxc ), Davis apunta que ésta expande el argumento de que la globalización capitalista resulta biológicamente insostenible en ausencia de una verdadera infraestructura internacional de salud pública. Pero dicha infraestructura no existirá hasta que los movimientos populares rompan el dominio de las farmacéuticas y la atención médica como negocio.