un sin aceptarlo, tenemos que asumirlo: el Presidente tiene una agenda sobre el Estado nacional, su desarrollo y sus relaciones con el resto de la sociedad cuya aplicación implica un profundo cambio en las estructuras internas del gobierno y el resto de los estamentos y capas que han dado sentido a nuestra formación nacional por décadas. No en balde muchos de sus seguidores proclaman que más que un cambio de régimen, del que habla a menudo el primer mandatario, lo que está en curso es una revolución que en algún momento, no necesariamente ahora, terminará en un nuevo sistema político y otra manera de hacer las cosas.
En una palabra, lo que el Presidente pretende es cambiar nuestras maneras de entendernos y entender el país y su relación con el mundo. Así, parece pensarlo, se llegaría a una total redefinicíón del papel del Estado en todo el entramado social. Y su reclamo permanente de que se les vea como diferentes sería una realidad.
No hay, sin embargo, hasta la fecha, un diseño de reforma estatal que concite una reflexión y unos debates de orden constitucional como tendría que ser si en efecto de lo que se trata es de cambiar las reglas del juego. Tampoco ha aparecido el proyecto de economía que daría sustento al referido cambio de régimen, inconcebible sin una economía que soporte los virajes y litigios que todo cambio de expectativas trae consigo. La renuencia presidencial a por lo menos intentar hacer planeación no ha podido sino resultar en una suerte de sordera y muchas cacofonías cuando de ordenar la economía se habla. Los funcionarios prácticamente no dicen nada y a su mutismo corresponde una catarata de especulaciones sin fin que, entre otras cosas, coadyuva a secar el esfuerzo de inversión que todos los días se nos anuncia como inminente. Por ahora y para nuestra desgracia, no hay nada de eso, salvo meriendas cupulares que poco anuncian y menos concretan en lo tocante a arriesgar y crear para el futuro. Por eso es que el panorama económico está desolado por el estancamiento que amenaza ya volverse depresión en todos los ámbitos de la vida social.
La revolución con que sueñan los morenistas encuentra ahora un nuevo y robusto desafío: las mujeres mexicanas, en sintonía con las del resto del planeta, enarbolan banderas revolucionarias y reclaman del poder no sólo atención y respeto sino el despliegue de políticas, estrategias y programas que en verdad empiecen a darle materialidad a su exigencia de cambio radical en las relaciones sociales. La revolución aparece cargada de rabia que a veces parece interconstruida con algún plan transformador y conmovedor de todo lo que esté a su alrededor. Sin un discurso que vaya más allá del furor sin duda explicable pero no necesariamente compartible, la revolución de las mujeres puede quedar suspendida si acaso en negociaciones interminable para luego trastocarse en frustración y más rabia, aquí sí corrosiva y nada o muy poco movilizadora.
De aquí que urja que el Presidente se asimile con claridad y firmeza a esas plataformas y no busque fantasmas y aviesas intenciones donde sólo hay el despertar de una sensibilidad acorralada por la violencia y la dificultad del diálogo entre pares y nones. Nada de esto se lo darán las mañaneras y sus benditas redes sociales tendrían que dejar sus propias catacumbas para estrenar maneras de comunicar con el propósito de socializar, enseñar y aprender, como lo manda todo decálogo de comunicación para la democracia. Nada más ni nada menos se espera del Presidente y sus cohortes.
Las penosas fintas promovidas desde los sótanos de Morena para aprovechar la movilización femenina en la UNAM y montarse en una lamentable aventura contra la rectoría y en general las formas de gobierno de la institución, encuentra en estas magnitudes globales su más contundente mentís: las ansias vetustas de transformar para mal a la universidad, presas de unas nostalgias obsoletas e ineficaces, no pueden inscribirse en el gran movimiento que desde las profundidades del género emerge, tan sólo porque sus promotores simplemente no entienden lo que pasa.
De Morena debía esperarse un planteamiento de efectiva renovación educativa que no destruyera lo alcanzado en estas duras décadas de recuperación de la universidad como gran horizonte de transformación civilizatoria. Y, ahora, una proclama de afiliacíón creativa al reclamo multitudinario que cruzará el mundo y se instalará en nuestras propias casas, escuelas, oficinas, fábricas para exigir, aquí sí que desde lo más hondo del alma colectiva, otra forma de encarar la vida enclavada en un compromiso histórico con la justicia social y la igualdad entre los géneros, los colores, las identidades y sus colores.
Empezarámos a hablar y a hacer lo que tantas veces hemos pospuesto, confundidos por la lucha de poderes o por el afán de venganza disfrazado de reivindicación justiciera que se vuelve de pronto en montonera. Entraríamos a remover y conmover al Estado, sin el cual poco o nada se hará, ni por los pobres ni por los demás. Lo que urge es imaginar el nuevo orden que la democracia de masas conseguida requiere para conservarse y crecer.