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Me interesa que el cine sea revulsivo, asegura el realizador Lluis Miñarro
Especial para La Jornada
Periódico La Jornada
Domingo 23 de febrero de 2020, p. 7

La cabeza cercenada del profeta Juan el Bautista sobre una bandeja de plata entregada a Salomé, una jovencita y sensual princesa idumea que exige esta pieza humana tras ejecutar una danza para complacer a su padrastro, el tetrarca Herodes Antipas, es uno de los motivos más recurrentes en la historia del arte de la llamada civilización occidental, tanto en incontables pinturas y esculturas, como en dos obras prohibidas en su momento: el drama teatral del inglés Oscar Wilde y la ópera del alemán Richard Strauss, ambos en un acto.

Más de un siglo después, el tema es abordado desde una formalidad y un concepto contemporáneos por el productor y director catalán Lluis Miñarro Albero (Barcelona, 1949) en su segundo largometraje de ficción, Love Me Not (España-México, 2019), situado en la Guerra del Golfo, en Irak, en los años 90, en la inmensidad del desierto, en un campamento de una familia real integrada por militares de uniforme camuflado en tonos arena.

La unión de Antipas (Francesc Orella) y Herodías (Lola Dueñas) es desaprobada por el profeta Jokanaan (el director Oliver Laxe), bautizado igual que en la pieza de Wilde, cuya cabeza es ahora un balón de futbol encerrado en una jaula subterránea y vestido a la usanza de los presos torturados en Abu Ghraib.

La joven militar Salomé (la actriz sueco-hispana Ingrid García-Johnson) es una mujer espigada y fuerte, rubia y de ojos azules, sexualmente liberal y que bien pudiera haber nacido en Israel –donde el servicio militar es obligatorio para hombres y mujeres– o estadunidense, se obsesiona con poseer al predicador árabe que reza oraciones del Islam y recibe abusos constantes, como ser orinado por el soldado Hiroshima (Luis Alberti), que goza con molestar al enigmático prisionero.

El discurso político es claro y apunta a un filme antibelicista y de crítica al imperialismo y, guste o no, en la película, esto está implícito. Aparte, hay una defensa a la diversidad, a aceptar el discurso del otro, a no asustarse porque piense diferente o actúe sensualmente de otra manera. El montaje se ha construido siguiendo esa trayectoria; es como si esa energía pasara de una secuencia a la siguiente, y así sucesivamente. Por eso el filme, a medida que avanza, se va desmadrando o saliendo del tono inicial a uno más reflexivo, para llegar a un extremo melodramático hacia el final, explica el director en entrevista.

En esta obra, absolutamente libertaria y profundamente conectada con el arte conceptual e incluso con el performático, en parte puesta en escena y narración simbolista, lo mismo hallamos un par de soldados de la era atómica, cual par de cómicos de slapstick o clowns, Carablanca y Augusto –este último se llama Nagasaki (el tatuador Fausto Alzati)– que comen merengue para pasteles sin emplear las manos, cuales perros, y luego toman palomitas de maíz de sus cascos mientras hacen de críticos de cine y comparan a Kubrick con Tarantino o juegan a la baraja y discuten sobre democracia y critican al gobierno, siempre en un tono fársico.

Otra perspectiva; lo demás está muy trillado

“Creo que es importante ver el arte, digamos el cine, dentro de otra perspectiva: estilizarlo, buscarle otra manera de expresar o exponer lo mismo, pero con otros matices, porque lo demás ya está muy trillado, muy visto. Darle la vuelta al mito de Salomé era el reto, y estaba consciente de que la película está al borde del precipicio, al filo de la navaja. Si encima mezclas estilos cinematográficos, puede ser que todo eso que necesita un frágil equilibrio pueda desmoronarse en un momento. Me vino muy bien poder asociarlo con el territorio de la Biblia, pero 2 mil años más tarde: lleno de guerras y con un énfasis brutal del imperialismo.

Estados Unidos llega a un sitio, desmantela todo y no repara en las consecuencias que pueda haber porque eso es fruto siempre de la arrogancia y de los intereses, por supuesto, explica Miñarro.

La película, presentada en dos actos y un epílogo, fue filmada en el rancho La Roma, en Ciudad Juárez, Chihuahua; en las montañas de sal de Cardona, Cataluña, y en el club nocturno Salón Marrakech, de la Ciudad de México –con la aparición de la versión muralística de La Revolución, la obra de Fabián Cháirez que causó gran controversia en Bellas Artes–, tuvo su estreno mundial en el festival de Rotterdam y transitó por una treintena de festivales como la Viennale, el de Moscú o el Ficunam, ahora arriba a la cartelera mexicana con la compañía mexicana Piano –quien también la produjo–, desde el viernes 21 de febrero.

Tiene aspectos pop y hasta contraculturales; algunos muy refinados y otros muy grotescos, precisamente por mi interés en beber un poco de todas las fuentes para formular esta propuesta, que podríamos interpretar como una instalación artística, de la que está más cerca que de una película tradicional. En esa voluntad de girar el mito y de subvertir las cosas, me venía bien para denotar la esencia de la película: es la obra la que interroga al espectador, es la película la que lo mira, en lugar de que sea al contrario, advierte.

En el mundo de los festivales Miñarro ha destacado por su empresa, Eddie Saeta, con la que ha producido a importantes autores internacionales, entre quienes destacan el portugués Manoel de Oliveira, ya para entonces centenario (Singularidades de uma Rapariga Loura, O Estranho Caso de Angelica); los catalanes Isabel Coixet (Cosas que nunca dije); Albert Serra (Honor de cavalleria); Jo Sol (Vivir y otras ficciones); el argentino Lisandro Alonso (Liverpool); la japonesa Naomi Kawase (Aguas tranquilas), y el tailandés Apitchapong Weerasethakil (El tío Bonmee recuerda sus vidas pasadas), con el que obtuvo la Palma de Oro en Cannes. Ahora, produce este filme con el mexicano Julio Chavezmontes.

“Me interesa muchísimo que el cine opere como revulsivo. Nunca he hecho cine comercial, no me interesa, no es mi terreno. Ya sé que podría ganar dinero, pero en su momento lo hice con la publicidad y ahora dedico mi vida a lo que me gusta porque pasa en cuatro días y, en mi caso, ya han pasado dos o un poco más.

Entonces, prefiero dedicarlo a dejar un tipo de películas que sean reflexivas, que no sean adocenadas, que no le coman el coco a nadie y que de, alguna forma, puedan ser vistas desde un punto de vista estético bonito, amoroso... no sé cómo definirlo, pero hay que intentar crear belleza también, es importante, remata el cinerrealizador Miñaro.