Domingo 16 de febrero de 2020, p. a12
Adolfo Domínguez dedicó toda su vida al diseño de modas, pero al mismo tiempo creó una novela que fue escribiendo a lo largo de 35 años: Juan Griego. El libro, publicado por la editorial Defausta, hace una radiografía de América Latina en los años 80 del siglo pasado. Con autorización de la editorial publicamos un fragmento especial para los lectores de La Jornada.
-Teniente Griego, lo esperaba.
–A sus órdenes, mi comandante –balbuceé.
–Pensé que se disculparía de nuevo, es la cuarta vez que lo llamo –me dijo. Su ojos me taladraban, opté por no contestar.
¡Las había contado! En fin…
El comandante Castaños y yo nos cruzábamos de nuevo.
–Este es su hombre –dijo entregándome la ficha–.
Ahí está la información que tenemos, complétela.
–¿No hay un cuestionario?
–Nos interesan sus actividades, pero sobre todo con quién las hacía – me acotó mientras recorríamos el pasillo.
Los dos optamos por no hacer mención al pasado.
Empujó una puerta, había una mesa rectangular en el centro de la celda, un haz de luz mezquina sobre ella y tres sillas.
No había ventanas.
–Ahora lo traen. Vaya al grano, ¿eh? – Se volvió desde la puerta–.
Hay tres clases de hombres: los que se deshilan solo entrar (son los muy jóvenes), los que hablan con los primeros golpes y a los que hay que aplicar la picana.
En sus ojos no había dudas.
–¿Todos hablan?
–Tardan más o menos, pero hablan.
Pensé que ser asistente del almirante me permitiría evitarlo, pero había orden de que todos debían pasar por el sótano.
Era la forma de evitar represalias.
Se puede juzgar a un individuo, difícilmente a un ejército.
Apenas había leído el expediente cuando apareció entre dos guardias.
Vestía una camiseta de algodón y pantalón vaquero, traía el pelo revuelto, barba de tres días, y usaba lentes a lo John Lennon.
Tragué saliva y estrujé la hoja entre mis dedos.
–Sentate –le dije–. ¿Rodrigo Borja?
Asintió.
–¿Por qué estás acá?
–No lo sé.
Aunque sobrecogido, hacía esfuerzos por mantener la calma.
Sus ojos tenían el aire extraviado que da el hábito de leer.
–¿No lo sabés? Te ayudo.
Te delataron Manuel Leiro y Arturo Conde – le dije mientras miraba la ficha–.
¿Los conocés?
–No, señor –dijo con voz insegura.
–¡No mientas, hijo de puta! –le gritó uno de los guardias. Y le asestó una patada que lo hizo rodar por el suelo.
–Sargento, intervenga cuando yo lo diga.
Ahórrese iniciativas.
–Sí, mi teniente –dijo mientras se cuadraba.
–Ayúdelo a levantarse. –
Dejé errar mi mirada, no podía fijarme en sus ojos–.
Si querés, evitaremos problemas.
¿Qué hiciste para estar acá?
–Tirar cuatro panfletos en una ocasión, pensar más a la izquierda que a la derecha.
–Nadie está acá solo por pensar.
–Y poco más.
–¿Ese poco más qué es?
–Nada realmente.
–En la ficha aparecés como integrante de una cédula del ERP.
–No es cierto.
–¿Quiénes eran tus compañeros?
–No es cierto.
–¿Tenías contacto con otras células?
–Aunque no me crea… –Se detuvo.
Puse los codos sobre la mesa.
–Si no me ayudás tendré que recurrir a otros métodos.
Necesito los nombres de la gente con la que trabajás.
Solo eso y te largamos.
Una esquirla de pintura se desprendió del techo, parpadeó bajo el haz de luz y se depositó entre nosotros.
–Esperen les dije.
Salí al pasillo y volví a la entrada.