éxico no ha enfrentado una negociación más difícil en el siglo XXI que la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Si en 1994 alguien hubiera sostenido que la salida del TLC se convertiría en bandera electoral en Estados Unidos, le hubieran tachado de loco. Al final del día, el TLC o Nafta hizo de América del Norte el corredor logístico y de manufactura más importante del mundo. Hizo más competitiva a cada economía participante, abrió oportunidades de empleo jamás soñadas en México (véase, por citar un ejemplo, la industria aeroespacial) y diversificó las fuentes de generación de riqueza; tan es así, que los vaivenes del precio del petróleo no son para la economía nacional la eterna tragedia esperada que eran en los años 80.
¿Por qué si todo era tan bueno en el Nafta hubo que ir a la renegociación del acuerdo? Porque el mercado laboral en Estados Unidos se modificó por completo. A la par del tratado, el cambio tecnológico mermó la base laboral de una amplísima clase media que encontró en el TLC, y en especial en México, al enemigo perfecto.
A lo largo de casi tres décadas, la narrativa y la percepción sobre el TLC en México cambió de forma significativa: de atentado contra la soberanía y panacea irrepetible, ambos extremos falaces, se fue construyendo una imagen mucho más neutral y cercana a la realidad: el acuerdo comercial ayudó a despetrolizar la economía, generó empleos de mucha mayor calidad y creció a la par la especialización, además de poner a México como un destino importante de inversiones productivas con miras al colosal mercado norteamericano.
Por eso no había nada más riesgoso para el futuro nacional que la cancelación del TLC. Si el T-MEC es o no perfecto es un debate ocioso: el riesgo era quedarse sin tratado y dejar de ser plataforma de manufactura y columna vertebral de la cadena de suministro. Renegociar un tratado con las asimetrías de México, Estados Unidos y Canadá era un reto suficientemente duro; hacerlo con un presidente como Donald Trump, en medio de un proceso electoral y sucesión presidencial, era inédito y de pronóstico reservado.
El nuevo T-MEC contempla dos apartados que en su momento el TLC pasó por alto, y que hoy representan una franja de riesgo y oportunidad. Me refiero a los capítulos laboral y energético. Para los estadunidenses, la precariedad del salario formal en México es, en los hechos, una trampa para la generación de nuevos empleos en Estados Unidos.
Desde la óptica nacional, los bajos salarios son también un grave dique a la conformación de patrimonio vía crédito, al acceso a servicios de salud de calidad y al ahorro para tener un retiro digno. Por eso la reforma laboral y las nuevas potestades para Estados Unidos en materia de inspección. A nadie convienen los bajos salarios, sin embargo, el reto está no sólo en la actualización salarial de los trabajadores vigentes, sino en la creación y mantenimiento de fuentes de trabajo bien pagadas.
En el plano energético, el T-MEC se convertirá en engrane de una mayor integración entre países en energías fósiles, renovables, logística, almacenamiento y transporte. La combinación de una mayor apertura e integración –particularmente entre Texas y el norte de México–, con una mayor capacidad de refinación y un freno en la caída de la producción de crudo, puede ser clave para que nuestro país encuentre un sano equilibrio entre competitividad y soberanía energética.
Negociar con Estados Unidos no es cosa fácil. Revísese la historia del siglo XIX y los primeros 30 años del siglo XX. Negociar con Trump lo hace aún más complejo. A la distancia, sin politiquería ni filias ni fobias, México salió bien librado de la amenaza que representaba la cancelación del TLC. Si ponemos atención en el flanco laboral, automotriz y energético, el T-MEC puede ser una herramienta para seguir generando los empleos que necesita este país.
Norteamérica no puede permitirse dejar de ser la región más competitiva del mundo, y en ello, México juega un rol determinante.