erminó un año entero (2019) de crítica feroz y maximalista a todo lo que provenga de Palacio Nacional. Los días y semanas que han transcurrido de este 2020 apuntan a continuar empeñados en la misma tarea. No habrá siquiera una tregua temporal que permita replantear posturas. Cierto que, los efectos disolventes, que se aprecian detrás de dicho esfuerzo contestatario, no encuentren resonancia alguna en las opiniones de la mayoría. Han, eso sí, llevado hasta el paroxismo, a una capa poblacional –esa situada en la cúspide de la pirámide (10 por ciento) económica– cuyas opiniones son hasta violentamente epidérmicas. La erisipela que causan los dichos y acciones presidenciales ya la llevan incrustada en lugares recónditos.
La crítica cotidiana, terminal, condenatoria y burlona que se extiende por todos los medios de comunicación masiva es, por lo demás, previsible. Contiene buena dosis de raquitismo conceptual que no ayuda a extender sus impactos. No logra penetrar en auditorios diversos a los que, usualmente, les remueve sus escozores. Pero la perseverancia de los emisores, acompasada con nueva iracundia, es notable.
Siempre van, críticos y opositores, en la retaguardia. No cuajan ni insertan en sus argumentos una mirada que atraiga a contingentes que buscan o deseen oír una disidencia propositiva iluminadora de rutas alternas. No, eso no aparece por ningún lado, sólo lo que se desprende al contrariar al oficialismo que, por lo demás, va presuroso a consolidar sus posiciones. Las debilidades de la crítica se van haciendo obvias con la persistente repetición. Son, además, circulares en sus sustentos. Vuelven, una y otra vez, sobre los mismos supuestos y pierden el ardor que se requiere para atraer adeptos. En esencia, la crítica se da por bien servida cuando recala sobre las que parecen verdades consagradas: ubícuitas, entendidas a cabalidad por cualquiera y con experiencias probadas como apoyo.
La división de poderes es un cántico ya sin vapor aunque se citen autores varios, tesis famosas y libros de eminencias ilustres. Lo mismo sucede a las plegarias lanzadas para concitar los peligros que amenazan a la democracia. Una democracia, claro está, referida, como modus vivendi, a otras sociedades, especialmente aquellas que se suponen avanzadas en esa virtuosa práctica. La conjunción de democracia y libertad sostienen todo el cuadro argumentativo opositor. No dan, la menor cabida, a enlazar ambos valores con sus consecuencias en la ya dramática, por injusta, distribución del ingreso y la riqueza del libre mercado
. El uso continuo e indiscriminado de libertad y democracia, con sus referentes economicistas, cae en el foso de los rechazos masivos que han puesto, al neoliberalismo y su entramado institucional, en la picota del descrédito.
Los organismos autónomos y sus precarias existencias ahora amenazadas por el orden (quizá ogro) concentrador, dicen preocuparles a variados opositores de diversa catadura. Los han capturado casi todos y, los que subsisten, circulan por el filo de la navaja, aseguran contagiados de alarma. No reparan en el significado elitista que estos instrumentos de gobierno y adoctrinamiento acarrean. Fueron pensados como un medio para que los mejores
sigan encaramados en las decisiones públicas. Los pocos capaces, según esta visión, deben de ser incluidos aunque no logren apoyos, aunque sean mínimos, en las urnas. Son organismos indispensables para contrapesar lo que se califica como arranques e improvisaciones de aquellos que fueron electos por la mayoría. Una figura de raigambre seudodemocrática por excelencia pero que gusta a las élites.
Los autónomos tienen, según sus promotores, el cometido de matizar los desplantes y las tentaciones autoritarias de los ignorantes o poco entrenados en aspectos complicados de la administración. Asuntos que deben ser manejados por los técnicos y especialistas, aseguran con firme convicción. Además, estos instrumentos –calificados de modernos– deben contar con funcionarios pagados con largueza debido a un depurado mercado de especialidades. En el reciente pasado, todos y cada uno de los órganos autónomos fueron colonizados, en su entera estructura, por individuos practicantes de la convenenciera fe dominante. Ninguno de ellos escapa a tal situación de apego al faccioso modelo vigente: una, en verdad, flagrante captura. Las excepciones, que se dieron, fueron posibles por rupturas cupulares o franca tontería.
La casi totalidad de sus elegidos sucumbieron a la férrea lógica de los negocios o al simple cuatismo. Fueron aves raras aquellos colaboradores funcionales, abiertos a corrientes de pensar y dominar. La real integración de tales instrumentos, arriba descrita, suscitó alegrías y apoyos por doquier sin importar, la muy dudosa, legitimidad de los padrinos, emergidos, bien se sabe, de elecciones trampeadas. Ahora, con un gobierno sin tacha de fraude, sus acciones descolonizadoras les aparecen insoportables.