os trabajadores del mar. Cuatro años después de haber filmado La bruja (The Witch, 2015), su estremecedor relato de horror gótico ambientado en la Nueva Inglaterra del siglo XVII, el director estadunidense Robert Eggers propone en su segundo largometraje, El faro (The Lighthouse, 2019), una inmersión más inquietante aún en las complejidades de la relación laboral y afectiva del veterano Thomas Wake (Willem Dafoe) y su subalterno Ephraim Winslow (Robert Pattison), dos guardianes de faro en un oscuro islote de Nueva Escocia a finales del siglo XIX. El guion, escrito por el propio director y su hermano Max Eggers, tiene como inspiración y punto de partida la anécdota mínima de dos individuos abandonados a su suerte en un lugar inhóspito durante una larga tormenta que los priva de todo contacto con el mundo exterior y de cualquier medio de sustento. El asunto lo abordó anteriormente una cinta homónima británica de Chris Crow, filmada en 2016 y protagonizada por Mark Lewis Jones y Michael Jobson, basada en un hecho real ocurrido a principios del siglo XIX en el rústico faro de una pequeña isla del país de Gales.
Robert Eggers toma elementos de aquella historia de rivalidades sordas y situaciones violentas como pretexto para explorar con mayor detenimiento la densidad sicológica y la naturaleza casi épica de la ruda confrontación generacional de dos individuos que a un inicio parecen radicalmente antagónicos, en apariencia física, conductas y manías, y que de manera progresiva van descubriendo el abismo de soledad y los grados de vulnerabilidad anímica que en definitiva los hermanan y confunden. Winslow (un Pattinson casi irreconocible en su recia caracterización de novato testarudo a la defensiva), salta de su viejo oficio de leñador al de guardián de faro para aceptar la guía tiránica y caprichosa de Wake, el viejo guardián de tradiciones e inercias laborales, quien se resiste a ceder al aprendiz intruso una mínima porción de ese territorio y ese saber marítimos que considera tan suyos como inexpugnables. Más allá de la mera anécdota de una disputa laboral, lo que el director sugiere en El faro es la dificultad, en ocasiones dramática, con la que en nuestra cultura suele llevarse a cabo un fenómeno en principio tan sencillo como el relevo generacional.
La renuencia del profesionalismo viejo (experiencia acumulada, inventario de habilidades y talentos) a tolerar verse desplazada por toda la inquietud y energía del joven profesional en ciernes, adquiere proporciones titánicas en el largo duelo donde enfrascan ese colérico Neptuno barbudo que es Thomas Wake y su inexperto compañero, a quien somete, de modo implacable, a extenuantes faenas laborales. Wake establece un código rígido de comportamiento laboral, plagado de reglas y prohibiciones, entre las que figura no acceder al misterioso cuarto de la linterna del faro, celosamente resguardado por ese Argos sexagenario. Para transmitir los niveles de tensión dramática en ese duelo entre maestro tiránico y alumno rebelde, el director recurre a un lenguaje rudo y en apariencia anacrónico, las peroratas e incantaciones casi bíblicas de un patriarca que parece surgido de las páginas de Herman Melville (Moby Dick) o de Victor Hugo (Los trabajadores del mar).
El lenguaje estalla y hace eco a las tormentas marítimas, es mitología condensada vuelta verbo e improperio. A ese lenguaje se añaden las sonoridades y exhalaciones de los cuerpos (flatulencias, eructos, sudores) que acompañan los golpes, bailes, abrazos y borracheras de los dos protagonistas. Todo ello está filmado en un blanco negro de altos contrastes que remite al legado expresionista alemán y al horror de la literatura gótica. También en un formato cerrado que acentúa las atmósferas del encierro. La música y el diseño sonoro de Mark Korven y Damian Volpe, y la fotografía de Jarin Bluschke son al respecto formidables.
En las cuatro semanas en que conviven Wake y Winslow, olfateándose mutuamente como bestias recelosas, midiendo sus fuerzas respectivas, en un faro cilíndrico vuelto un cuadrilátero de exterminio estratégico, confluyen las rivalidades más cerradas, las apetencias inconfesables, el odio y el abandono erótico, un enrarecido afecto filial y las frustraciones acumuladas que encaminan a los personajes hacia un horizonte de locura. Rara vez cede lo viejo el paso a lo nuevo sin una tormenta de por medio, pareciera sugerir el director en esta cinta. La parábola es instructiva y su expresión cinematográfica, en lo actoral y en lo escénico, resulta aquí, por momentos, realmente apabullante.
El faro se exhibe en salas comerciales.
Twitter: CarlosBonfi1